Hoy he mirado a la muerte de
frente, sin pestañear, sin evitar su gélida mirada. He visto cómo roba la vida sin
piedad y esconde el botín tras varias filas de ladrillos, que van fabricando un
muro y, con él, la imposibilidad de dar marcha atrás. Y en la oscuridad del
lúgubre descanso eterno, solo imagino tinieblas, miedo, tal vez dolor,
ansiedad, desesperación, ahogo, silencio. Todas las flores del mundo no podrían
urdir el milagro de un renacimiento cuando hemos llegado al final del camino.
Camino que nos engatusa con falsas esperanzas, para conducirnos en último
término al precipicio, al pozo del infinito, a las arenas movedizas de la vida
eterna, que a veces intuyo tan falsa como las promesas de una legión de
charlatanes de pueblo. He fantaseado con las emociones de la persona que hoy quedaba
presa tras los ladrillos que, parsimoniosamente, iba colocando el enterrador, con
indiferente rutina, en un ceremonioso compás de espera de respiración contenida, del adiós
tajante, contundente, irreversible, sin prórroga, inmisericorde, temible,
indeseado. Mis interrogantes crecen a lo largo de este sendero circular que
recorro calendario a calendario, a modo de alfombras, y del que me han
inculcado que tendré que dar cuenta en la noche de los tiempos. Me resisto a
pensar que detrás del tabique de ladrillo en el que quedaré presa para siempre
no hay nada más que eso: los restos de una vida cuyos huesos se desmoronan, hasta
convertirse en polvo de olvido, a la vez que van cayendo los jirones de
recuerdos en los que nos acompañaron en este valle de lágrimas. Demasiado
egocentrismo, demasiada soberbia la que alberga mi escéptico corazón. Solo
tengo este día, este momento es lo único a lo que puedo aferrarme, porque puede
que el siguiente me sujete con las manos pringadas de aceite, y me deje hundir y
ahogar en la laguna Estigia, y ya no haya más momentos.
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