Conozco a un joven que, cuando acabó sus estudios universitarios en la capital hispalense, comenzó a barajar sus opciones de futuro laboral. Tras muchas consideraciones, decidió liarse la manta a la cabeza y fundó, como autónomo, su propia empresa de comunicación audiovisual, pongamos por caso. Fue un duro inicio, sorteando interminables gestiones burocráticas y algún que otro obstáculo; aun así, sus ilusiones se fueron cumpliendo con esfuerzo y perseverancia y le permitieron emanciparse con su pareja. Después de un lustro pagando religiosamente sus tasas de autónomo, sus impuestos, su local, su mutua, su asesoría, el panorama dio un giro de 180º (gracias a la situación político-económica del país) y sus principales clientes comenzaron a fallarle. El castillo de naipes se desmoronó irremediablemente.
Para tratar de consolarle, su madre –como haría cualquier madre- le aconsejó que se acogiese al paro (ignorante de ella), porque había oído que actualmente también los autónomos pueden solicitarlo. El muchacho comienza a hacer sus averiguaciones y se encuentra con un muro infranqueable. Las condiciones son tan insalvables para optar a la ayuda que sólo podrían dársela si tuviese 80 años y fuera acompañado a la ventanilla por sus abuelos. Vamos, que ni aunque se produjera una alineación planetaria masiva. Otros, que poco o nada han aportado a las arcas públicas, obtienen generosas ayudas con menos miramientos. Así estamos.
Por cierto, me gusta la fruta.