Esta historia no es nueva. Se repite cada año cuando se acercan las vacaciones, pero no por repetida es menos cruel. Las mascotas pasan a segundo plano cuando los planes son lo primero. Y los desaprensivos son capaces de deshacerse del pobre animalito en cuestión con maquiavélicas maniobras. El jueves pasado apareció en mi jardín correteando y jugando alrededor de los que estábamos, reclamando nuestra atención. Había aprovechado que la cancilla estaba abierta, y entró con la ingenuidad y la falta de malicia de una cachorrita. Llevaba correa al cuello, de la que colgaba un coqueto cascabel rosa, y parecía haberse escapado a juzgar por la rotura del enganche. Luego nos dijeron que los desalmados suelen utilizar esta técnica para justificarse en caso de ser descubiertos.
Mi hijo la sacó a la calle para dejarse ver, pensando que sus dueños podrían estarla buscando, cuando un vecino la reconoció y contó que vio cómo una pareja montada en un Toyota Yaris gris la bajó del coche, y escapó seguidamente. Al principio muy despacio, mientras la perrita corría desesperada detrás de sus maléficos dueños, pero tras unos metros aceleraron y la dejaron atrás, con una crueldad que deseo prueben alguna vez en sus carnes. Esa noche durmió en casa, comió, bebió, y recibió afecto. Al día siguiente la examinó un veterinario para comprobar si tenía chip, que no llevaba, y desparasitarla. Desde ese momento se le buscó familia de acogida a través de las redes sociales, el post fue masivamente compartido, y hasta que vengan a buscarla el viernes, la tenemos en casa. Es cariñosa, dócil y obediente. Mi hijo le puso un lacito rojo al cuello, pero no tiene nombre. Si se lo pusiera, ya no sería capaz de romper el hechizo de amor que lanza con su dulce mirada.