“La fábrica de silencios”
Caía
ferozmente la lluvia sobre el camino, y mis deportivas se estaban embarrando a
cada paso. A menos de un kilómetro de casa, me arrepentí de haberme aventurado
a salir a correr, cuando el cielo amenazaba con descargar su ira desde primeras
horas de la tarde. Apenas se distinguía el sendero, serpenteando alrededor de
las urbanizaciones construidas en las afueras de la ciudad, pero podía guiarme
por las luces que brillaban tenuemente a lo lejos, algo distorsionadas por el
agua que resbalaba por mis gafas.
Fue
de gran alivio llegar, darme una ducha, y ponerme el pijama. Una cena ligera, y
el placer de abrir una cama que me invitaba a soñar entre algodones. Había
cesado la lluvia, y en cuanto apagué la luz empezaron a encenderse las
estrellas.
La
noche, esa fábrica de silencios cuando tienes la suerte de dormir lejos del
mundanal ruido, me engulló en su mundo onírico con hambre atrasada.
Envuelta
cálidamente en mi propio aliento y embriagada por los potentes latidos del
corazón, caí al abismo de un profundo letargo, que me condujo por un largo
túnel hasta un oscuro escondrijo. Entonces fue cuando noté que estaba
desarropada, y me incorporé sobresaltada. Asomaba luz por debajo de la puerta,
y agucé el oído para intentar escuchar algo que me diera pistas de qué estaba
pasando. No se oía nada. Me armé de valor y me dispuse a afrontar lo que fuera,
convencida de que yo era mi única ayuda en esa circunstancia. Descalza, de
puntillas, giré el pomo de la puerta con suma delicadeza, y asomé la nariz. La
luz procedía de la cocina, pero yo estaba segura de no haberla dejado
encendida. Contuve la respiración mientras avanzaba por el pasillo procurando
no hacer ruido, cuando reparé en la cuenta de que no me había puesto las gafas.
¡Maldita sea, sin ellas veo menos que un pez frito por culpa de mi
hipermetropía! Engurruñando los ojos, teniéndolos casi cerrados, consigo
enfocar mínimamente, y de esa guisa cómica pude llegar a la cocina y comprobar
que allí no había nadie que constituyera un peligro para mi integridad física.
Después de una rápida inspección, constaté que todo estaba en orden, y decidí
no obsesionarme con el suceso; apagué la luz, y volví a acostarme, no sin antes
repasar ventanas y puertas de acceso a la vivienda.
Tardé
tiempo en volver a conciliar el sueño, mantuve la vigilia ante la posibilidad
de tener como inquilino a un intruso no deseado, pero caí de nuevo en brazos de
Morfeo como un niño de pecho.
Desperté
sin ningún otro desvelo, dispuesta a asumir que también yo puedo ser víctima de
un despiste alguna que otra vez, restándole importancia a lo que había pasado.
Sentada,
disfrutando de un estimulante café y unas tostadas, asaltaron mi memoria
retazos del sueño que todavía permanecía en mi recuerdo. Una figura etérea, de
rasgos imprecisos, levitaba reflejándose en el espejo de la habitación, y parecía
llamarme por gestos, porque no articulaba palabra alguna ni emitía ningún
sonido, mientras yo la observaba desde la cama, intentando de manera
infructuosa descifrar su mensaje. Me acercaba al espejo dubitativa, y su imagen
me abrazaba arrastrándome al otro lado, hasta llegar de su mano a una
trampilla, disimulada entre las baldosas del suelo, que al abrir dejaba al
descubierto una escalera que conducía a un sótano. Oscuro y lúgubre, me
señalaba, una vez allí, un antiguo baúl de madera carcomida y herrajes
oxidados. Y en ese momento, la figura se desvanecía.
Era
todo lo que podía poner en pie de aquel inquietante sueño. Menos mal que la
borrasca del día anterior había desaparecido, dando paso a una agradable mañana
de otoño, con su peculiar paleta de ocres y verdes apagados, y un leve aroma a
tierra mojada.
Mi
realidad era que yo estaba allí para poner en orden mis ideas y desintoxicarme
del estrés al que había estado sometida los últimos meses. Aislarme de ruidos, de
noticias, de prisas, de obligaciones, de reuniones interminables, de gente
incompetente y desconsiderada, de llamadas impertinentes y de bandeja de
entrada a rebosar de mensajes que responder. La idea era pasar unos días
conviviendo con mis silencios, sin tener que interactuar con nadie, ni llegar a
acuerdos más que con mis pensamientos. Respirar aire puro, pasear y dormir a
pierna suelta. Y, resuelta a ello, me estaba empleando a fondo para
conseguirlo.
La
casa donde me alojaba había sido alquilada unos días antes de manera
particular, no a través de agencia, a un viudo que la tenía a tal efecto, un
recién jubilado que la conservaba como segunda vivienda, pero solo la ocupaba
en verano. Era amplia, luminosa y muy bien equipada, con capacidad para toda
una familia, aunque en esta ocasión estaba infrautilizada, con una inquilina
solamente. A mí me daba lo mismo, con tal de disfrutar de mi ansiada soledad.
Llevaba en mi poder lo justo y necesario, de ropa y alimentación, para no
precisar nada en mis limitados días de descanso.
Sin
horarios establecidos, tomé un sándwich y una manzana a mordiscos, y me dispuse
a vaguear esa tarde sin ningún objetivo concreto. Curioseé entre los libros de
lectura de una estantería del salón, elegí uno al azar y comencé a leerlo sin
mucho interés, tanto es así, que me quedé traspuesta en el sofá. Comenzó a
silbar el aire, cada vez con más furia, y me sobresaltó el ruido de una puerta
chocando insistentemente contra la pared. Se estaba forjando una tormenta, y se
veía desde el interior cómo las hojas caídas bailaban en el jardín al ritmo que
les marcaban las ráfagas de viento. Fui a averiguar qué puerta sonaba para
cerrarla, y era la de salida de la cocina al porche. Después de asegurarla,
tropecé con una alfombrilla, y me agaché a colocarla. Me di cuenta entonces de
que debajo de la alfombra había un tirador en el extremo de una losa del
parqué. No es de extrañar que en algunas construcciones rurales exista un
sótano para diversas funciones, pero con el paso de los años pierda protagonismo
y se quede condenado al ostracismo más sangrante. Me picó la curiosidad, y rica
de minutos que ocupar y sin otro oficio que zascandilear todo el día, tiré de
la argolla y abrí el acceso.
Primero
me inundó un intenso olor a humedad, y seguidamente un escalofrío recorrió todo
mi cuerpo. Hasta que acostumbré la vista, solo pude distinguir los primeros
escalones, y poco a poco me pareció ver el final de la escalera en un pozo de
inquietante oscuridad.
De
haber llevado el móvil encima, habría activado la linterna para indagar un poco
en aquellas profundidades sin descalabrarme por la escalinata, instigada por mi
natural tendencia a tenerlo todo bajo control. Pero me había autoimpuesto la
norma de excluirlo de mis días de descanso, y reposaba en el fondo de mi maleta
por si me surgía alguna emergencia. Abrí uno por uno los cajones de la cocina,
y encontré unas velas y una caja de cerillas. Arranqué la hoja de agosto del
calendario, que aún permanecía a la vista después de caducada, y la coloqué a
modo de palmatoria, para no ir regando de cera todo el suelo. Comenzaban a
sonar truenos, cada vez con más contundencia, que me estremecían como cuando
era niña, y nos refugiábamos mi hermano y yo en la cama con mi madre, hasta que
pasaba la tormenta.
Antes
de empezar a bajar, coloqué una silla encima de la trampilla, para asegurar que
ningún fenómeno meteorológico ni de otra índole pudiera moverla, dejándome
encerrada en el sótano. Bajé el primer escalón, el segundo, el tercero… La luz
de la vela, titubeante, estampaba sombras tenebrosas en la pared, y lentamente fue
dinamitando mis miedos a medida que yo reconocía formas en el espacio que
estaba descubriendo. Era un habitáculo destartalado, ocupado en su mayoría por
muebles antiguos, tinajas de barro de distintos tamaños, estanterías con
algunas herramientas y multitud de aperos de labor colgando de las paredes.
Un
relámpago iluminó la estancia y me permitió distinguir, semioculto bajo el
hueco de la escalera, un arcón que parecía tener una pila de años. Me acerqué
despacio, asegurando cada paso en aquel suelo incierto en el que me
impresionaba hasta mi propia sombra vacilante, y con una mano levanté la tapa,
mientras con la otra sostenía la vela. Contenía ropa; de hecho, lo primero que
pude reconocer fue un vestido de seda amarillento, probablemente blanco años
atrás, que a todas luces me pareció un antiguo traje de novia. Al descolocar la
primera tanda de prendas, quedó al descubierto una caja de latón con tapa. La
cogí, y pude comprobar que pesaba poco. Un trueno me asustó, y eché a correr
hacia la escalera. La vela se apagó con mi brusco respingo, pero
afortunadamente el relámpago que le siguió iluminó mi camino hasta arriba.
Llegué a la cocina sin aliento y con las pulsaciones disparadas, solté la vela
en el fregadero, la caja sobre la encimera, y de un tirón aparté la silla y
cerré la trampilla con un golpe seco.
Llené
del grifo un vaso de agua, y lo bebí mientras, poco a poco, recuperaba la
calma. Apoyada de espaldas al fregadero, me quedé mirando fijamente la caja que
no me dio tiempo de soltar con el susto. Llovía de manera incesante sobre los
cristales de las ventanas y la nublada tarde de otoño había dado paso a la
noche temprana. Me preparé una infusión y, dándole pequeños sorbos, ya más
tranquila, cogí la caja de la encimera y me dirigí al sofá del salón. La dejé a
mi lado, mientras me echaba una mantita sobre las piernas. Saboreé la valeriana
con parsimonia, sin quitarle el ojo de encima a aquella antigua caja de latón.
Lucía
un color que en épocas lejanas habría sido amarillo, pero que el paso del
tiempo había tornado a blanco sepia en las zonas de más roce. La tapadera
estaba enmarcada con dibujos geométricos en azul, y en el centro, en letras
originariamente doradas, pero ahora salpicadas de óxido, podía leerse: LA
ESPAÑA. Fábrica de chocolates y dulces. Santa Engracia, 86. MADRID. Fui dándole
la vuelta a este tesoro rectangular, y comprobé que las inscripciones laterales
eran simétricas dos a dos. En los laterales más largos lucía un rosetón central
en cuyo interior posaban dos figuras ataviadas con blancas túnicas, que estaban
asidas a una columna circular truncada en su parte alta. Enmarcando estas dos
figuras, MARCA DE FÁBRICA coronando la mitad superior, y MADRID en la parte
baja de ese marco. A la izquierda, la leyenda: LA ESPAÑA. Cafés, tés, canelas,
caramelos. Y a su derecha: FÁBRICA DE CHOCOLATES, bombones, grajeas (así, con
jota…). En los laterales más cortos, el dibujo en tinta azul de lo que parecía
ser el edificio de la fábrica, en cuya zona inferior podía leerse “Vista de la
fábrica”. A su izquierda, una dirección: STA. ENGRACIA Nº 86; y a la derecha,
TELÉFONO Nº 2026.
Respiré
hondo antes de abrirla. Llegué a pensar que estaría vacía, porque pesaba muy
poco, pero advertí entonces que algo ligero se desplazaba dentro al moverla.
Me
costó retirar la tapa, estaba abollada –y oxidada- en algún punto y eso me
dificultó abrirla. Mientras lo intentaba, mil ideas se suicidaban en cadena en
mi pensamiento. Pero cuando pude aterrizar mi mirada en aquella foto, un grito se
ahogó en mi garganta. Era la mujer enigmática y de aspecto vulnerable que
apareció en mi agitado sueño la noche anterior, con el traje de seda que
encontré en el viejo arcón del sótano. Posaba de pie, ligeramente de perfil, con
un brazo apoyado sutilmente sobre el respaldo de un sofá, que dejaba expuesta
una magnífica sortija en el anular de su mano derecha. Se intuía un gesto
serio, pero sereno, tras el delicado velo que le cubría el rostro y descendía
con pereza, acariciando la tela adamascada con la que estaba tapizado el diván.
Completaba la escena un espejo de cuerpo, en el que se reflejaba de soslayo la
modelo del retrato.
Mantuve
la foto entre mis manos largo rato, y cuando salí de ese estado de ensoñación,
desvié mi atención de nuevo al interior de la caja y descubrí que aquel
interior desangelado y semivacío también contenía un sobre. Levanté la solapa y
extraje una cuartilla doblada por la mitad.
“Me
duele tanto gozo, por eso me aferro a este presente con desesperación, porque
ignoro qué va a depararme el abismo del mañana. Las esquinas de la vida suelen
ser traicioneras y hay que doblarlas con precaución. Esta alianza es el símbolo
de mi fortaleza, siempre lo ha sido, y lo será por siempre para aquella persona
que la porte cuando yo ya no la necesite”. Bajo el texto, una M mayúscula y una
sencilla rúbrica.
Contuve
la respiración conmovida por el impacto del mensaje que acababa de leer, cuando
mis dedos tocaron algo duro en el interior del sobre. Solo tuve que rozarlo
para confirmar de qué se trataba. Lo introduje en mi dedo anular y encajó con
facilidad, como fabricado a medida. Cubrí esa mano con la otra y me las acerqué
al pecho, mientras una lágrima campaba a sus anchas descendiendo por mi mejilla
hasta despeñarse por la barbilla. Yo no estaba allí, en mitad de la nada, por
casualidad. El destino me había conducido hasta aquel lugar para que mis
coordenadas vitales confluyeran con las coordenadas de M. Nada ocurre al azar,
salvo que el azar tenga su plan estudiado y previsto de antemano.
Me
sumí en un profundo y plácido sueño allí mismo, en el sofá. Cuando desperté, la
luz inundaba la estancia sin recato.
Tuve
que hacer un esfuerzo mental para ubicarme, pero en cuanto reparé en la alianza
que vestía mi anular, me situé. Mi destino me había conducido hasta allí
premeditadamente. Yo, y solo yo, era la persona a la que iba destinado ese
mensaje encriptado.
Estuve
tentada de sacar mi móvil de su destierro para poder contarle a algún amigo
estos acontecimientos extraordinarios que me desbordaban, pedir una opinión a
alguien ajeno a la situación, pero finalmente decidí vivir en solitario este
inquietante episodio, que zarandeaba mi rutinaria existencia y mis impecables e
inamovibles esquemas mentales, como si de una demoledora patada a un puzle
gigante se tratara. Esta alianza se quedaría en mi dedo, y yo la portaría con
la secreta convicción de que constituiría, a partir de ahora, mi símbolo de
fortaleza, tal y como lo había sido para M. en tiempos pasados.
Casi
al término de mis mini vacaciones conseguí armarme de valor para bajar de nuevo
al sótano y depositar la caja en el fondo del baúl, bajo el vestido de novia,
con la foto dentro. Pero el sobre y su contenido ya formaban parte de mi
equipaje de vuelta.
……………………………………………………………..
Han
pasado dos décadas de aquello, y nunca volví allí. En este tiempo he atravesado
momentos puntuales en los que mi vida parecía estar perdida en una estación de
trenes, unos que van, otros que vienen, otros que se cruzan, momentos en los
que yo no sabía dónde ir ni por qué tenía que viajar a parte ninguna. He
transitado por puentes peligrosos, por conductos claustrofóbicos, por caminos
no exentos de forajidos y maleantes, y mi fortaleza siempre ha sido compañera de
viaje en mi biografía inconclusa. Aquella alianza que el destino introdujo en
mi dedo, aquel enigmático mensaje de M. que parecía haber sido escrito
exclusivamente para mí, han marcado desde entonces cada uno de mis días.
Transporto mi secreto encapsulado herméticamente, clausurado en lo más hondo de
mi ser, y no creo que salga nunca de su encierro, porque mi mente no tiene la
suficiente osadía para abrir la celda donde está preso.
La
noche hilvana sombras chinescas en las paredes encaladas de mi fábrica de
silencios.