Ahora que llega Halloween, voy a recordar el primer cuento que escribí, hace unos siete años. Aunque los nombres están cambiados, tiene un fondo autobiográfico. La tercera parte del cuento refiere una circunstancia que mi familia vivió, y de la que pasamos definitivamente página. Estoy convencida que la explicación de tales sucesos está basada en el poder de la mente, esa gran desconocida, que cuando está sometida a presiones desbordantes reacciona de manera imprevisible y difícilmente comprensible.
Los cinco miembros de mi familia pasábamos por un momento delicado, en el que a punto estuvo de romperse la unidad familiar, y eso exacerbó nuestros innatos poderes extrasensoriales, desencadenando una serie de situaciones paranormales y experiencias telekinéticas de difícil explicación.
"Dos más tres más uno"
A mi marido, que dice: “Tengo tres hijos, tengo tres
perros… Me faltan dos mujeres.”
Éste es un relato inventado que
bien podría comenzar: "érase una vez..." Pero voy a obviar esta
conocida frase y entro directamente al grano.
Yo soy una chica de pueblo, lo que
se dice una pueblerina, o una chica de provincias para ser más fina.
Tuve una infancia feliz y
tranquila. A los diez años, me llevaron a un internado de monjas a la capital,
gracias a una beca. Mi padre era un agricultor modesto. Desde luego, no se puede decir que fuéramos ricos, pero
nunca nos faltó de nada.
Fui una niña muy despierta. En la
escuela recibí algunos premios por mi aplicación. Y en casa era la niña mimada;
todos estaban pendientes de lo que decía, de cómo cantaba, bailaba, recitaba o
contaba chistes mientras a todos se les caía la baba. Pero, lejos de estropear mi forma de ser, esa
circunstancia me ha servido siempre para autoestimarme y plantarle cara a la
vida con una gran seguridad (eso que me ahorro en psicoterapeutas).
Soy la tercera de cuatro hermanos.
El mayor, Toño, "súper-Toño", ingresó a los 17 años en una escuela de
suboficiales del Ejército del Aire. Desde muy pequeña mi imagen de él estuvo en
un pedestal. Era un muchacho inteligente, aventurero, formal, y cuando volvía a
casa (por Navidad, como el del turrón) era todo un acontecimiento.
Mi hermana Marga es, desde siempre,
como mi segunda madre. Es ocho años y medio mayor que yo. Siempre le gustó
vestirme, alimentarme, hacerme ropa, peinarme, pasearme, lucirme. Ahora que ya
paso de los cuarenta, tengo la enorme fortuna de vivir a su lado y gozo de los
privilegios de su sabiduría doméstica en cocina, en costura, en jardinería, en
pediatría y en toda clase de marujeos.
José Luis es mi hermano pequeño.
Nació cuando yo tenía cuatro años y medio, y aunque seguí manteniendo mi
etiqueta de niña prodigio en la familia, no encajé bien del todo su aparición.
Siempre hubo tiranteces entre nosotros dos. Durante años ejercí sobre él mi
tiranía, hasta que su estatura le permitió la osadía de librar una batalla de
almohadas conmigo que finalmente nos puso a cada uno en su sitio.
Mi padre, santo varón. Mi madre lo manejaba
que era un primor, pero paradójicamente le gustaba asumir el papel de víctima
siempre que podía. Ellos se querían.
Estuvieron casados cuarenta y dos años, hasta que mi padre falleció como
consecuencia de un enfisema pulmonar producido por el tabaco. Mi madre, una vez
superado el mal trago de perder al hombre de su vida, su amante, su esclavo, su
compañero, se repuso haciendo de tripas corazón y en la actualidad dedica su
vida a ser excursionista del Inserso, profesión a la que yo aspiro si me llega
la hora.
En mi adolescencia y en mi juventud
fui una chica inquieta y juerguista, pero jamás abandoné mis responsabilidades
académicas y las compaginé tan magistralmente que, a los veinte años, tenía mi
carrera terminada y una vida entera por delante.
Desde luego, tuve (y presumo de
seguir teniendo) una gran suerte en todo. Resolví felizmente las dificultades
que me planteó la vida, supe rodearme de amigos que dieron la talla y, sobre
todo, encontré al hombre que cualquier mujer desearía para sí. Esa ha sido la
gran lotería de mi existencia, la clave de todos mis éxitos.
¿Qué puedo decir de él? Desde que
le conocí, a los doce años, he disfrutado de su veneración absoluta por mi
persona. No todas las mujeres pueden contar -sin ser mentira- que su marido las
piropea, las alaba, las acaricia y las besa cada día, las escribe románticos
poemas y las colma de regalos. Ese es mi Tete. Así es mi Tete. Desde que le
conozco hasta ahora, que llevamos unidos más de veinte años.
Dicen que detrás de un buen hombre
hay siempre una gran mujer. Pero yo digo que detrás, o debajo, o encima, o
alrededor de una buena mujer siempre se esconde un gran hombre. El mío mide un
metro noventa.
Cuando yo estudiaba tercero de
Bachillerato llegó al colegio una nueva interna. Se llamaba Menchu y aunque era
una niña muy tímida, hice buenas migas con ella. Tal es así, que me invitó a su
casa un fin de semana. Allí pasó algo que marcó el curso de mi existencia.
Su familia estrenaba casa nueva.
Una planta entera de un edificio que había construido su padre en calidad de
promotor. Yo estuve allí en aquel momento puntual de sus vidas.
Después de enseñarme la casa,
fuimos a merendar a la cocina. Yo estaba de espaldas a la puerta, mirando un
patio interior por la ventana. Fue todo tan deprisa que sólo recuerdo a grandes
rasgos oír llegar a alguien y notar un guantazo en la cabeza. Me volví y me
encontré con un muchacho alto, flaco y con cara de sorprendido. Deduje que era
uno de los hermanos de Menchu, de los que ella me había hablado tanto, y sin
más, le dije: "Hola, soy Raquel. Tú eres Tete, ¿verdad?". Y le planté
dos besos a modo de saludo. Guardo un grato recuerdo de aquella anécdota, pero
la sensación experimentada por Tete en aquel debut triunfal de nuestra relación
la conocí no hace mucho, cuando él dejó que leyera unos apuntes autobiográficos.
"Ella no me oyó entrar y, a modo de una supuestamente graciosa
sorpresa, me acerqué sigilosamente por detrás y le obsequié con un pequeño
manotazo en la cabeza, a la vez que me inclinaba hacia adelante para darle el preceptivo beso de
bienvenida. En ese momento, ella se giró y yo me quedé petrificado,
avergonzado, extasiado, obnubilado y no sé cuántas cosas más; ante mis ojos no
apareció el "careto" de Menchu, sino el mismísimo florecimiento de la
Primavera, fugazmente condensado en un instante, sólo para mí. En una milésima
de segundo se desató en mi interior una furiosa y repentina tormenta de
sentimientos, que explotó en el mismo corazón de mi corazón, y mis ojos vieron
el infinito."
Sin entrar a analizar la sinceridad
o la cursilería de este texto, hay una cosa muy cierta: desde ese momento
nuestras vidas han ido paralelas, unidas ya para siempre.
El curso siguiente Tete también se
vino interno a un colegio de la capital. Se las ingenió para formar una
pandilla de niños y niñas para salir los fines de semana. Su mayor ilusión era
poder estar cerca de mí, aunque yo no le hiciera mucho caso. Yo era su diosa
del Olimpo.
Solía tratarle con una estudiada
indiferencia, cuando él se deshacía conmigo en atenciones y en detalles de
ternura. Nunca propicié situaciones para estrechar los lazos de nuestra
relación, más bien al contrario. El único acercamiento que le permití fue
cogerme de la mano cuando volvíamos de una tarde de campo. Tan nerviosa me puse
que aceleré el paso y, al ver que el resto de la pandilla se había quedado
atrás, nos sentamos a esperarlos en un banco. Era un asiento de piedra en la
puerta del... cementerio. Ya era de noche. Aquél fue un momento mágico, tétrico
pero mágico.
Tete me confesó al cabo de los años
que le faltó valor para besarme en los labios y lo arrepentido que se ha
sentido siempre por no haberlo hecho.
"Fue así como perdí la oportunidad de marcar a fuego en mi
corazón uno de los recuerdos más hermosos de mi vida".
Pero es que yo era de armas tomar.
Lo cierto y verdad es que se nos quedó aquí una importante asignatura pendiente
como pareja, que supimos repescar algo
después.
Durante tres años no supimos el uno
del otro. Él empezó su carrera en la capital hispalense y yo me fui al
instituto más cercano a mi pueblo a estudiar COU. Al año siguiente, de nuevo a
la capital para cursar estudios universitarios.
Él tuvo novia, y yo también tuve
novio. Los dos salimos malparados de nuestras respectivas relaciones y el
destino volvió a unir nuestras vidas.
Cinco años y una boda. Una etapa
prematrimonial intensa desembocó en el inicio de una familia que acabó siendo
numerosa.
Siempre tuve vocación de madre.
Soñaba con tener doce hijos, pero menos mal que de esta fantasía aterricé a
tiempo. No sé qué hubiera sido de mí criando doce churumbeles, si con tres no
doy abasto.
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Este capítulo podría titularse:
"tres patas para un banco". Tienen nombre propio: Gonzalo, Alejandro
y Daniel. Me hubiese colmado de felicidad bautizar una Paula o una María, pero
ya decía Calimero que "no todo puede salir bien..." Al margen de lo
antiestético de mis tendederos de ropa, llenos de calzoncillos, calcetines de
deporte y multicolores camisetas de algodón, supongo que tampoco hay tanta
diferencia entre criar varones o féminas (lo digo para autoconsolarme).
Gonzalo nació “después de los dolores”. Desde el primer día fue rebelde e
inconformista. Nunca quiso tomar biberón, pasó de mamar a comer purés con
cucharilla.
Con dos meses daba discursos desde
su capazo en una jerga ininteligible mientras gesticulaba y manoteaba sin
cesar. Comenzó a andar a los diez meses y conectaba el equipo de música para
bailar antes de cumplir un año. Se escapó de casa por primera vez a los
dieciocho meses, lo que me obligó a colocar un cerrojo en la puerta al que poco
después aprendió a acceder encaramándose a una silla. Con dos añitos conectaba
el ordenador sin ayuda y con cuatro enseñó a leer a su hermano al mismo tiempo que
él aprendía.
Su trayectoria de galán comenzó en
su más tierna infancia y llega hasta nuestros días. Fue y es un gran
deportista, un buen estudiante que ha iniciado sus estudios universitarios a
los diecisiete años, un chico indispensable en sus círculos de amistad y
alguien que nunca ha pasado desapercibido en parte alguna.
Alejandro anunció su llegada por
sorpresa. Todavía le daba el pecho a Gonzalo cuando me quedé preñada de él,
pero estábamos ilusionados con poder cuidarlos a la par.
Después de un segundo embarazo sin
contratiempos ni
complicaciones, el parto de Ale fue una gratificante experiencia que me hizo
crecer como mujer y como persona. Creo que nacer es el acto que mi hijo ha
realizado con más rapidez y precisión en toda su vida; ahora están ralentizadas
sus acciones y sus emociones y el tiempo, ese verdugo que viaja con nosotros,
transcurre de manera especial para él.
De niño destacó por su inteligencia
superior. Anduvo a los nueve meses. Al contrario que su hermano, comía de
maravilla: primero el pecho, después biberones (hasta los cinco años); recuerdo
que se tomaba los potitos incluso fríos cuando estábamos en la playa. Habló
desde muy pequeño, con una sorprendente lógica y claridad en lo que decía.
Aprendió a leer a los tres años teniendo como maestro a su hermano Gonzalo.
Siendo como era un niño dócil y de
hábitos ordenados, le pasaban a él todas las desgracias mientras jugaba con su
hermano: se quemó con agua caliente, recibió puntos de sutura en heridas de
distinta índole, padeció alergia y tuvo que inyectarse vacunas, y un sinfín de
pequeños accidentes caseros.
Gonzalo y Alejandro eran dos niños
de anuncio que se criaron en un clima familiar favorable, con unos padres
enamorados y orgullosos de ellos y gran cantidad de primos, tíos, abuelos...
que disfrutaron de su alegría y sus ocurrencias.
Absorbida por mis obligaciones
familiares y profesionales, mi vida de pareja perdió protagonismo. Eran muchos
frentes que atender: el trabajo, los niños, la casa y Tete se lamentaba de mi
falta de atenciones hacia él, que no había variado ni un ápice su actitud
conmigo desde que éramos novios. Yo me sentía verdaderamente desbordada y
exhausta. Cada día suponía para mí una dura prueba de resistencia; necesitaba
dormir más, relajarme, pero mis circunstancias me lo impedían y esto incidía en mi carácter.
Y en esa vorágine que constituía mi
rutina diaria, me asaltaron pensamientos confusos y sentimientos encontrados
resumidos en una obsesión: volver a ser madre.
Tete no estaba por la labor. Él
pretendía descargarme de obligaciones para poder recuperar mi atención, para
gozar de nuevo de mi complicidad, de mis caricias que él anhelaba y tantas
noches de insomnio deseó. Pero fue tal mi vehemencia, mi cabezonería, que el
día que cumplí los 31 años me hizo un doble regalo.
Me desperté temprano, y como un
zombi entré en el baño. Cuando me volví para cortar un trozo de papel higiénico
me deslumbró un brillo cuya procedencia desconocía. Me restregué los ojos, me
aparté el pelo de la cara y me toqué con mi mano derecha la muñeca izquierda.
"Pero, ¿qué es ésto..? ¡Dios mío, si es un reloj...!".
- ¡Tete, Tete...! ¡Mira lo que
tengo en mi muñeca!.
Tete se desperezaba sonriendo
divertido. Cuando llegué a la cama con mi mayúscula sorpresa, tiró de mí
revolcándome y me susurró "felicidades" al oído, mientras retozaba
conmigo. Confesó que le había costado mucho abrocharme el reloj procurando no
despertarme. Mi segundo regalo de cumpleaños lo desenvolví justo nueve meses
después.
Daniel fue un niño muy deseado, al
menos por mi parte. Nació con un peso y una estatura excepcionales. Papá, que
tanto lidió con sus hermanos mayores, murió dos meses después sin poder
disfrutarlo.
Desde pequeño apuntaba maneras.
Cuando comenzaba a dar sus primeros pasos y se caía, protestaba profiriendo:
"mamá, puta..." Supongo que sus hermanos tenían algo que ver en la
adquisición de su reducido y soez vocabulario de bebé de once meses.
Una vez, su tía Pili les regaló una
pecera con tres ejemplares. Los mayores, más resabiados, se apresuraron a hacer
el reparto. Gonzalo dijo: "yo quiero el pez negro". Alejandro, sin
perder de vista su favorito, se lo atribuyó: "el mío es ese naranja".
Daniel, pese a su corta edad, procesó la información. Pegó la nariz al cristal
y se volvió contrariado para preguntar a sus hermanos: "y el
"mueto", ¿es el mío...?", mientras señalaba el único pez que
quedaba flotando en la superficie del agua. A Pili no le quedó más remedio que
regalarle otro que no estuviera "mueto".
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Desde
los más remotos orígenes de la humanidad se baraja la posibilidad de que exista
un mundo sobrenatural, al margen de culturas, razas o religiones bien
diferenciadas. Por más alto que se tenga el coeficiente intelectual, siempre
quedan preguntas sin responder cuando buceamos en temas del más allá y nos
hundimos en las arenas movedizas de la muerte. ¿Es posible la existencia de
mundos paralelos al nuestro? ¿Es posible una interacción entre seres de esos
mundos? Sólo podemos conjeturar al respecto, podemos creer en un paraíso
después de la muerte o danzar con la increencia más absoluta. Pero a veces se
producen hechos inexplicables que convulsionan nuestra razón y ponen en tela de
juicio muchos axiomas.
Daniel
estaba entusiasmado con la excursión programada por el colegio al día
siguiente. Estábamos en Abril, las tardes eran largas y los días cálidos y el
curso estaba tocando a su fin. No había mucho que preparar, porque la aventura
sólo duraría un día, pero las hormonas estaban alborotadas y la hiperactividad
asomaba el flequillo por cada poro de la piel.
Tete
trajo a casa a mediodía una cámara de fotos digital de baja definición, con
funciones de webcam, que le habían obsequiado en su último pedido de material
de oficina. A pesar de la poca calidad de imagen de las fotos, a Daniel le
pareció la caña. Tenía que probarla, aprender a sacarle partido, y se pasó toda
la tarde inmortalizando al personal en sus tareas diarias, descargando las
imágenes en el ordenador y vuelta a empezar. Aún quedaba probar el
temporizador; colocó la cámara sobre la mesa del ordenador y posó con un gesto
desenfadado, un primer plano que le obligó a arrodillarse a la altura del
objetivo. Lo activó y ……… ¡flash!.
Cuando
vio la foto en la pantalla del ordenador, no le pareció su mejor estampa y se
dispuso a borrarla. Ensimismado en lo suyo, no advirtió que su hermano
Alejandro había entrado en la habitación y estaba a su espalda. Algo en la
pantalla le llamó la atención.
-
“¿Qué se ve ahí….?”
Los
dos observaron con atención la foto. De no llegar su hermano, la habría borrado
sin más.
Había
algo inquietante, justo apoyado en el marco de la puerta. Era la figura de un hombre,
con chaqueta y corbata, de baja estatura o quizás agachado, envuelto en una
especie de neblina, y que miraba fijamente a un Daniel completamente ajeno a
esta intromisión en su intimidad.
Ampliaron
la imagen centrándola en la puerta,
detrás de la cual se veía el pasillo sin luz que desemboca en el baño.
Llamaron
a Gonzalo. Decidieron marcar el contorno de la figura para estudiarla con más
detalle. Experimentaron aplicando contrastes de luces…. Efectivamente, allí
había algo o alguien, no cabía la menor duda.
Sacaron
algunas fotos más procurando repetir las mismas condiciones, pero “aquello” no
quiso volver a materializarse.
Cuando
Tete y yo subimos a ver qué pasaba, nuestra primera impresión fue compartida.
Los rasgos físicos se ajustaban a los de papá. Ya hacía catorce años de su
muerte, poco después de nacer Daniel. No pude evitar fantasear con la teoría de
que él estaba cerca de nosotros, de sus nietos mayores con los que tanto jugó y
de su nieto pequeño del que se separó prematuramente por las malditas leyes de
la vida, a las que tan a regañadientes nos resignamos.
Aquél
acontecimiento me superaba. Entre la confusión mental que reinaba en mi cerebro
afloró un recuerdo lejano.
Cuando
Gonzalo y Alejandro eran pequeños tenían a su disposición un radiocassette en
el que grababan sus conversaciones de besugos, mientras jugaban en su
habitación. Si la risoterapia es beneficiosa para los estados de ánimo,
escuchar aquellas grabaciones era aún mejor.
Una
noche que Tete se quedó trabajando cuando todos los demás dormíamos, puso una
de estas cintas como fondo musical para sentirse acompañado. Y entre chistes,
disparates y chascarrillos de los niños sonó algo que le puso los pelos como
escarpias. Era una voz distorsionada que parecía decir algo, en tono
interrogativo. Fue tal el impacto que causó en Tete, que tardó algún tiempo en
confesarme su descubrimiento casual. Aquella psicofonía se produjo poco tiempo
después de morir mi padre y estaba tan unido a los niños que parecía como si
hubiese querido manifestarse a ellos desde donde se encontrase.
Guardé
la cinta en un cajón durante todos estos años, ansiosa por darle una
explicación, pero temerosa de encontrar una respuesta que hiriera mi
sensibilidad. Alguna vez le había contado algo a mis hijos de esta historia. Y
ellos, que siempre han hilado fino, también la han desempolvado de su memoria
tras el suceso de la psicoimagen.
Al
día siguiente, volvimos a escuchar la inquietante cinta. Resulta espeluznante
cada vez que la oímos. Una y otra vez, con las antenas puestas, intentando
interpretar lo que se oye.
Hastiados
por la falta de conclusiones convincentes, a Alejandro se le ocurrió algo.
-
“Mamá, déjame que pruebe a reproducirlo con el ordenador a mayor velocidad, a
ver si así se entiende.”
Dicho
y hecho. Gonzalo y Alejandro subieron a la sala del ordenador. Yo me desentendí
y volví a mis quehaceres. La situación que se desencadenó momentos después me
desconcertó por completo. Mis hijos me llamaban histéricos desde la barandilla;
habían tirado las sillas y habían salido despavoridos de la habitación,
gritando y llorando enloquecidos.
-
“Sube, mamá, corre, tienes que oírlo, corre…”
Traté
de calmarles como pude hasta que los tres nos plantamos delante del ordenador,
con el volumen al máximo.
Lo
que escuché me heló la sangre en las venas; con la misma claridad que la luz
del día, aquella voz comenzaba suspirando lastimera:
-
“Ay…., decidnos, ¿estáis bien?”
Era
más de lo que ninguno esperábamos encontrar. Entre el timbre de voz agudo de
dos niños parloteando, retumbaba esta voz misteriosa de ultratumba.
Aquél
descubrimiento eclipsaba el de Cristóbal Colón. Por mi casa pasaron amigos de
mis hijos, mi hermana Marga y mi cuñado Pepe, y todos se quedaban estupefactos
ante la psicoimagen captada por Daniel y la antigua psicofonía sacada del baúl
de los recuerdos.
A
partir de ese día, comenzamos a vivir sucesos inexplicables. Yo era la más
escéptica de la familia y procuraba siempre justificar los hechos de manera
lógica, pero he de reconocer que pasaban cosas muy raras en mi casa..
Es
bastante improbable que alguno de nosotros tenga poderes telekinéticos. Sin
embargo fuimos testigos directos de fenómenos polstergeist.
A
principios de Junio, Gonzalo preparaba la PAU, después de aprobar el
Bachillerato. Estaba solo en casa, estudiando en la planta baja, cuando empezó
a escuchar golpes que procedían del interior del armario de su habitación en la
planta superior, insistentes y contundentes. Al momento interpretó otro ruido:
era el cerrojo de la puerta del baño, también arriba, moviéndose
descontroladamente.
Cuando
llegamos a casa el resto de la familia, estaba lívido, pobrecito mío.
A
Daniel y a un amigo que estaba en casa con él les ocurrió otro fenómeno
paranormal. Bajaban la escalera cuando algo sobrevoló por encima de sus
cabezas: un puchero de barro que perteneció a mi abuela, que estaba adornando
el poyete sobre el cual asienta la inmensa cristalera que ilumina el hueco de
la escalera.
Los
fenómenos parapsicológicos que sufrió Tete son de ciencia ficción. Se estaba
sirviendo un vaso de leche en la cocina, cuando le pareció ver reflejada en el cristal
de la ventana una figura que atravesaba el comedor a su espalda, en dirección a
la puerta del patio, que él mismo acababa de cerrar. Esa aparición le impulsó a
comprobar si había alguien (a sabiendas de que estaba solo en casa), y no sólo
no encontró a nadie, sino que la puerta del patio estaba abierta de par en par.
Otro
día tuvo una extraña sensación que le aterrorizó. Salía de nuestro baño hacia
el vestidor de nuestro dormitorio; es un pasadizo con el techo bajo, porque por
encima se encuentra uno de los altillos. Notó como algo o alguien se cruzaba
con él, o mejor dicho, le traspasaba, hasta tal punto que se miró en el espejo
y tenía despeinado el lateral izquierdo
de la cabeza, que acababa de peinar.
Durante
meses, bien por nuestro querido fantasma o por nuestros poderes mentales
involuntariamente proyectados, las puertas se abrían o se cerraban, las
televisiones se encendían y se apagaban, y el ecualizador del equipo de música
se volvía loco, llamándonos la atención con sus vistosas luces de colores, sin
haberlo conectado.
Estos
fenómenos misteriosos para los cuales yo siempre encontraba una explicación
lógica que a nadie convencía, remitieron al cabo de los meses.
Al
comenzar el nuevo curso, los cinco sentimos un alivio deseado; el ambiente dejó
de masticarse y la tensión que nos invadía sencillamente se esfumó.
Mis
hijos siempre creyeron que yo había hecho algún ceremonial para ahuyentar los
malos espíritus. Nunca pude convencerles de lo contrario.
Sería
absurdo conjugar mi escéptica postura hacia lo sobrenatural con la decisión de
realizar un conjuro capaz de disuadir a los fantasmas de afincarse en mis
aposentos.
Así
lo hemos vivido y así lo hemos contado. Y hasta aquí puedo leer…
¡FELIZ HALLOWEEN!