Cada final de julio, cuando se celebra la feria de mi pueblo, y aunque esté
lejos, no puedo evitar rememorar tiempos pasados, que no necesariamente son
tiempos mejores. En pleno verano, siempre estaba deseando estrenar algún
modelito que me hacía mi costurera de confianza, para lucirlo en la verbena.
Esa verbena que amenizaba alguna orquesta con mejor voluntad que acierto, la
mayor parte de las veces, y a cuyo solista se le podía solicitar un tema, petición
que casi siempre era atendida.
Alrededor de la pista de baile, un sembrado de veladores desde donde los
más mayores te observaban sin perderse detalle: cada paso de baile, cada
conversación entre amigos, cada ligoteo, cada roce, cada comportamiento fuera
de control..., todo. Para chinchorrear a pierna suelta al día siguiente:
Fulanita se está poniendo muy fea, Menganita es una fresca, vaya vestido más
corto, ha dejado que se le arrimen los forasteros más de la cuenta, baila
fatal...
Y cuando sonaban las "lentas", esperábamos con estudiada
indiferencia que nos sacara a bailar "agarrado" el chico por el que
bebíamos los vientos. Uf, acabo de reparar que soy más antigua que un topetón.
Bueno, es igual, qué le vamos a hacer.
Con quince años todo tu ser piensa y actúa por y para la persona amada, las
hormonas soportan tal caos, que sería imposible llamarlas al orden. Yo estaba
loca, pero loca, loca, por un muchacho que estaba loco, pero loco, loco, por
otra chica de la pandilla. Qué crueldad que un corazón enamorado tenga que
sufrir ese calvario. He de decir que tras no pocos esfuerzos salí con él. Fue
mi primer gran amor. Y fracasó, afortunadamente, porque gracias a ese amargo
trance me reencontré con Mane. Él también rompió una tormentosa relación, casi al
mismo tiempo, por lo que tuvimos ocasión de apoyarnos mutuamente y comenzar
nuestra verdadera historia de amor, que dura hasta nuestros días.
Cuando yo volvía a casa de la feria, de la discoteca o del paseo, agotada
por desplegar todas mis tácticas de seducción con mi amor platónico, solía
darme un baño desnuda en la piscina que teníamos en el patio, para calmar mi
corazón herido, bajo la atenta mirada de la luna y las estrellas. Lloraba
procurando no hacer más ruido que el que producían mis lágrimas al resbalar por
mis mejillas, lamentando mi desgracia.
Y después de comerme algunas uvas del parrón, me iba a la cama con la
congoja por camisón.
Este escrito se lo dedico a él, al que quise con toda mi alma con la
inocencia de mis quince años. Todo queda perdonado, y quiero imaginar su
sonrisa amiga desde el abismo celestial al que viajó hace ya varios lustros.
A ti, allí donde estés, van
dedicadas estas líneas.
El tiempo cabalga a lomos de una nube,
cuyo blanco algodón navega por el cielo arrastrado
por un soplo de recuerdos.
Mil recuerdos, mil,
naufragando en el reloj de arena de la nostalgia.
La felicidad se dejaba caer en la juventud
en cada hoja arrancada de un viejo almanaque,
y cada momento feliz se desliza hoy sutilmente
por el quicio de la
conciencia,
como nenúfares a la deriva
en un estanque
de tiernas reminiscencias,
que han burlado tempestades
con el filtro de los años.
Santa Marta, 1.975.
Quince primaveras
atropellándose por vivir.
El fulgor de las
estrellas embriagaba
las cálidas noches de verano, y la tibieza del agua
de una humilde piscina
de patio
reconfortaba el alma, acariciando las sensaciones
tatuadas al son de
boleros y suavizando
los redobles de un
corazón enamorado.
Y bajo el manto de
estrellas,
una bóveda de uvas,
racimos de sentimientos
madurando en un
parrón,
apaciguando con cada
fruto los retortijones de celos
y aliviando una
vanidad pisoteada por la indiferencia
de un amor que se
antojaba imposible.
Como testigos
indiferentes,
arriates cargados de
periquitos amarillos y rosas,
con su travieso e
inconfundible perfume,
jardineras preñadas de
geranios apretujados,
jazmineros insolentes
impregnando
la mansedumbre de la
madrugada.
Suspiros trasnochados
inundaban los silencios,
y caricias anheladas
gritaban amnistía
desde cada poro virgen
de la piel.
El temblor de unos
labios que soñaban besos sobre la almohada,
mientras las luces del
alba entraban de puntillas,
colándose por las
rendijas de una vieja persiana.