Él ha sido y es un hombre recto, respetado y querido. Partiendo de la nada y procediendo de una familia humilde, se convirtió en un empresario económicamente bien situado, que inculcó a sus hijos, con su ejemplo, las virtudes de la honestidad, la honorabilidad y la honradez. Su madre, una sencilla mujer de pueblo, encantadora, alegre, divertida, querida por todos y cercana a todos, tuvo que sobreponerse a la pérdida de su marido, salvajemente fusilado en la guerra civil. Él era el mayor de cinco hermanos, y contaba solo con catorce cuando quedaron huérfanos. Se convirtió en cabeza de familia cuando aún tenía edad para jugar a las canicas, pero consiguió sacar adelante a toda la familia en unos durísimos años.
Ella, en cambio, procedía de una familia ilustre. Estudió para Maestra de Escuela, y poseía una exquisita educación y una cultura muy superior a la habitual en aquellos tiempos de la postguerra. Inculcó a sus hijos las virtudes de resignación, paciencia, ternura y diplomacia. Su padre, D. Rafael González Castell, fue todo un personaje, un genio y un intelectual, abogado de profesión, aunque ejerció como Secretario del Ayuntamiento de Montijo. Un bohemio, un soñador y un enamorado de su familia, que dominaba con maestría y modestia infinidad de artes, desde la literatura al dibujo, desde la poesía a la caricatura. Su madre, una mujer mucho más joven que su padre, maestra asimismo, fue recta y severa educando a sus hijos, pero también tierna, cariñosa y de modales intachables.
Ellos se enamoraron, se casaron, tuvieron seis hijos, y vivieron felices muchos años. Los más allegados les reconocían un cierto parecido con el príncipe Rainiero de Mónaco y la princesa Grace Kelly. Y no andaban descaminados, como evidencian las fotos.
La vida también les zarandeó con la pérdida de un niño prematuro, y años después con la tragedia de perder otro hijo varón de poco más de cuarenta años y un nieto de cinco, en un terrible accidente de tráfico.
Cuando cumplieron sus bodas de oro, sus hijos hicieron realidad un sueño que ellos tenían: conocer Cantabria, sobre todo Laredo y Santoña. Y allí disfrutaron con los hijos y los nietos de una semana de emociones inolvidables.
La longevidad se convierte a veces en una trampa cruel de la existencia, y castiga de manera implacable con enfermedades fruto del desgaste natural del organismo. Ahora siguen juntos, pero malviven con ellos el Alzhéimer, el Párkinson y otros compañeros de índole parecida.
Una grandísima historia de amor, de lucha, de alegrías y tristezas, que aún no ha escrito su punto y final.
A Bartó y Concha, mis suegros, con todo mi cariño, mi agradecimiento y mi admiración.