Llega sin previo
aviso, currículum en mano, presentando sus respetos uno a uno, siempre por las
mismas fechas. Cuando quieres darte cuenta, se ha instalado en tu nariz y
administra tus fluidos a su antojo. Unas lágrimas por aquí, un moquillo por
allá, con banda sonora incluida, amén de estruendosa. Es el temido e inevitable
resfriado de temporada. El de los rojos ojillos, el de ojeras pronunciadas, el
del acento gangoso y nariz de tomatillo.
Arrastra bajo su influjo los
estornudos y toses, esos molestos invitados que hacen su aparición en escena
pisando la voluntad en el cuello, arrastrando incautas partículas allí por
donde pasan, como una bomba detonada a distancia por un mercenario.
En esta
última aparición en escena, estoy aprendiendo a dosificar tiempos e
intensidades, lo que me abre infinitas posibilidades de variaciones sobre el
mismo tema. Cuando el tsunami del estornudo viene con ecos, modulo su ritmo,
sus graves y agudos, su estribillo y su potencia.
Nunca creí que podría hacer
arte con un instrumento tan escatológico como ridículo, tan imprevisible como
inoportuno, tan ruidoso como sorpresivo. Declarado oficialmente persona non
grata en la república independiente de mi casa, he sacado la artillería pesada
para deshacerme de él en tiempo récord. Para empezar, lo voy a fustigar con el
látigo de mi indiferencia, para acabar de rematarlo envenenándolo con paracetamol.
Tú no sabes quién soy yo, chavalote.