Hoy la tristeza ha llamado a mi
alma. Traía recuerdos de tiempo atrás, muy felices, que se perdieron en la
negrura de los días, y que ahora se me antojan como una ilusión óptica, como un
oasis en la inmensidad del desierto. Momentos tan felices que me explotaron en
la cara cuando más descuidada estaba. Felicidad frágil, que se volatilizó antes
de acabar de quitarle el papel de regalo. Porque fue un regalo de la vida
mientras duró.
Esta tarde, con la mirada perdida
en un horizonte preñado de azules, en el que mar y cielo eran uno, sentía cómo
me embargaba la tristeza. Una tristeza que se ha presentado sin preámbulos, que
se ha instalado sin los permisos pertinentes. Y yo, apoyada en el muro de la
nostalgia, he sido incapaz de acudir a la llamada de unas olas traviesas, que insistentemente
me invitaban a su juego. Sin embargo, un nítido sabor a sal ha resbalado hasta
mi boca, procedente de mi propio y particular mar de lágrimas.
Pero todo fluye y no hay que
dejarse atrapar por capítulos clausurados. Vendrán otras historias, otras
ilusiones, nuevos proyectos, nuevas conexiones. No guardo rencor a las personas
que infligieron dolor a mi alrededor, a los míos, a los que a mí me duelen. Quiero
pensar que se borraron de la estampa familiar porque el futuro nos depara
afectos mejores, más auténticos, más duraderos, más profundos, más fuertes.
Imagino que pudiera congelar el
tiempo. Pararlo justo cuando la felicidad viene a pasar una temporada. Pero
seguidamente aparto de mi mente esa descabellada idea. Es mejor que el viaje de
la vida se realice sin escalas. Quien quiera subir, que suba al tren en marcha
para acompañarnos, y quien quiera bajar, que se tire cuando lo decida.
El amor se traga sapos de
insolencia, de impaciencia, de soberbia, de egoísmo. Porque el amor no lleva
chip de obsolescencia programada. Si no es eterno, es otra cosa, pero no es
amor.