Se acerca la feria de mi pueblo, y no puedo evitar rememorar tiempos pasados, que no necesariamente son tiempos mejores. En pleno verano, deseando estrenar algún modelito que me hacía mi costurera de confianza, para lucirlo en la verbena. Esa verbena que amenizaba alguna orquesta con mejor voluntad que acierto, la mayor parte de las veces, y a cuyo solista se le podía solicitar un tema, petición que era atendida casi siempre.
Alrededor de la pista de baile, veladores desde donde los más mayores te observaban sin perderse detalle: cada paso de baile, cada conversación entre amigos, cada ligoteo, cada roce, cada comportamiento fuera de control...todo. Para chinchorrear a pierna suelta al día siguiente. Esta se está poniendo muy fea, la otra es una fresca, vaya vestido más corto, ha dejado que se le arrimen los forasteros más de la cuenta, baila fatal...
Y cuando sonaban las "lentas", esperando con estudiada indiferencia que te sacara a bailar "agarrado" el chico por el que bebías los vientos. Uf, acabo de reparar que soy más antigua que un topetón. Bueno, es igual, qué le vamos a hacer.
Con quince años todo tu ser piensa y actúa por y para la persona amada, las hormonas soportan tal caos, que sería imposible llamarlas al orden. Yo estaba loca, pero loca, loca, por un muchacho que estaba loco, pero loco, loco, por otra chica de la pandilla. Qué crueldad que un corazón enamorado tenga que sufrir ese calvario. He de decir que tras no pocos esfuerzos salí con él. Fue mi primer gran amor. Y fracasó, afortunadamente, porque gracias a ese amargo trance me reencontré con Mane. Él también rompió una tormentosa relación, casi al mismo tiempo, por lo que tuvimos ocasión de apoyarnos mutuamente y comenzar nuestra verdadera historia de amor, que dura hasta nuestros días.
Cuando yo volvía a casa de la feria, de la discoteca o del paseo, agotada por desplegar todas mis tácticas de seducción con mi amor platónico, solía darme un baño desnuda en la piscina que teníamos en el patio, para calmar mi corazón herido, bajo la atenta mirada de la luna y las estrellas. Lloraba procurando no hacer más ruido que el que producían mis lágrimas al resbalar por mis mejillas, lamentando mi desgracia.
Y después de comerme algunas uvas del parrón, me iba a la cama con la congoja por camisón.
Este escrito se lo dedico a él, al que quise con la inocencia de mis quince años. Todo queda perdonado, y quiero imaginar su sonrisa amiga desde el abismo celestial al que viajó hace once años.
El tiempo cabalga a lomos de una nube, cuyo blanco algodón navega por el cielo arrastrado por un soplo de recuerdos.
Mil recuerdos, mil, naufragando en el reloj de arena de la nostalgia.
La felicidad se dejaba caer en la juventud en cada hoja arrancada de un viejo almanaque, y cada momento feliz se desliza hoy sutilmente por el quicio de la conciencia, como nenúfares a la deriva en un estanque de tiernas reminiscencias, que han burlado tempestades con el filtro de los años.
Santa Marta, 1.975. Quince primaveras atropellándose por vivir. El fulgor de las estrellas embriagaba las cálidas noches de verano, y la tibieza del agua de una humilde piscina de patio reconfortaba el alma, acariciando las sensaciones tatuadas al son de boleros y suavizando los redobles de un corazón enamorado.
Y bajo el manto de estrellas, una bóveda de uvas, racimos de sentimientos madurando en un parrón, apaciguando con cada fruto los retortijones de celos y aliviando una vanidad pisoteada por la indiferencia de un amor que se antojaba imposible.
Como testigos indiferentes, arriates cargados de periquitos amarillos y rosas, con su travieso e inconfundible perfume, jardineras preñadas de geranios apretujados, jazmineros insolentes impregnando la mansedumbre de la madrugada.
Suspiros trasnochados inundaban los silencios, y caricias anheladas gritaban amnistía desde cada poro virgen de la piel.
El temblor de unos labios que soñaban besos sobre la almohada,
mientras las luces del alba entraban de puntillas,
colándose por las rendijas de una vieja persiana.