Cielos de
agosto
(“Estampas” –
XX)
Cada día el dolor
pellizca la
garantía del final de
los silencios
y la soledad
consentida que
caracterizan las
horas felices
del descanso estival.
A veces la
madrugada se
despereza mostrando
sin disimulo las
plumas de los cirros,
que cubren como palio
la melancolía
de los últimos cielos
de agosto.
En ocasiones, el
desayuno se
sirve bajo un gran
desfiladero de
nubes preñadas.
En los largos paseos
vespertinos
se desnuda una gran
explanada
de arena cenicienta,
acogiendo
sin desaliento un mar
grisáceo,
cuya línea del
horizonte se
oculta avergonzada
tras un velo
de neblina. Palidece
la piel
bronceada ante el
vulgar e inminente
retorno a la fábrica
de las rutinas.
Te quiero, Agosto, a
pesar y también
a causa de los
renunciamientos,
la servidumbre,
los sacrificios y los
sinsabores
que debo soportar
hasta que puedo,
de nuevo, acercarme a
tus cálidos
días, después de
arrancar, una a una,
doce hojas de
ilusionada esperanza.
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