Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

viernes, 14 de enero de 2011

Soy una cuentista.

  Puede afirmarse que soy una pueblerina.. Ni lo niego ni me acompleja. Mi infancia rural es ahora para mí una fuente de inspiración vertida en mis escritos. Cuando uno de mis hermanos leyó por primera vez el cuento que os dejo en el blog, me comentó que recorrió entre líneas rincones de las calles donde crecimos, visualizó imágenes archivadas en el canto de la memoria y resucitó personajes que ahora solo existen en escenarios oníricos.
  Espero que no se os haga pesado. A los que conocéis el relato, os eximo graciosamente de releerlo. Que no quiero abusar de vuestra amistad desinteresada ni de vuestro valioso tiempo.

¡Nos vemos!




                                           Título: ZYA

                            

  Despuntaban los primeros rayos de sol, presagiando de nuevo una jornada insoportable de calor. Desde que comenzaron las vacaciones escolares,  la nueva estación se propuso construir una cuesta empinada con una perseverancia y una obstinación admirables, por la que la rutina trataba con agónicos esfuerzos de escalar. El silencio de la calle se quebró con la ayuda del chirrido del mecanismo del toldo, que Zacarías, manualmente, comenzó a bajar para no sufrir las consecuencias de la canícula en su establecimiento, orientado al sur, y cuyo escaparate mostraba sin aspavientos  ni entusiasmo una mercancía rancia y visiblemente obsoleta. Era un negocio de herencia familiar, que a duras penas dejaba beneficios para subsistir. La apatía reinaba sin resistencia en los ánimos de Zacarías, resignado a llevar una vida cutre, sin aspiraciones, y con un incierto futuro para sus tres vástagos, todavía de corta edad.
  El pueblo, alejado del ajetreo de la capital, dormitaba sus días de estío, perdido en medio de vastas dehesas, cerca de ninguna parte, soñando con arrancar de cuajo, cuanto antes, las hojas del anticuado almanaque. Los más pequeños ocupaban gran parte del día aplacando los sudores en albercas y abrevaderos, o cazando ranas en la ribera que surcaba las afueras del pueblo. Los ancianos, socios vitalicios del club del botijo, repetían incansables las mismas historias de la guerra, bajo el parrón de algún patio, a la vera del pozo de uso doméstico, con un pitillo sempiterno en la oreja y un palillo de dientes que aguantaba estoicamente el equilibrio en el labio inferior.  Las mujeres barrían el umbral de la casa y su porción de acera al despuntar el día, y seguidamente salpicaban el suelo con una mano, sacando el agua del cubo que sostenían en la otra, para evitar los levantamientos de polvo que pudieran provocar los escasos vehículos motorizados que por allí pasaran. Cuando el astro rey se empezaba a marchar de puntillas, escondiéndose juguetón detrás de los riscos, sacaban al fresco unas cuantas sillas y veían pasar las horas muertas, criticando los pormenores sentimentales de las escasas mozas casaderas que desfilaban, ajenas e inocentes, por delante de ese improvisado tribunal de vecinas.
  Zacarías detestaba la reunión crepuscular en la taberna, tomando chatos de vino a discreción, porque solía ser el perfecto pretexto para jactarse cada cual de sus logros y posesiones agrícolas y ganaderas, discurso al cual no estaba invitado a participar, salvo para adular a los interlocutores y admirar sus ínfulas y su buena fortuna. El único tema que él dominaba era el mundo de los zapatos, y ninguno de sus paisanos le secundaba para establecer una conversación medianamente entretenida. Como mucho, alguno se atrevía con una disertación sobre callos o juanetes, que no podía dilatarse demasiado, y él concluía con algún soliloquio, ayudado por los efluvios de la pitarra de turno, ante los atónitos ojos de sus contertulios. Optaba, entonces,  algún que otro día, por dar un paseo por el margen de la carretera comarcal, que obviamente no tenía mucho tránsito. Ángela, su mujer, era tan simple, que ni siquiera alcanzaba a reprocharle su excéntrico comportamiento social. Dejaba atrás la iglesia, la fuente del Pilar, y un trecho más adelante se topaba con el cementerio. La finca colindante al camposanto era un viñedo, a punto de ser vendimiado, en  cuya linde  lucía palmito un almendro centenario, del que colgaban desordenadas ramas, cuajadas de fruto. Allí, en medio de la nada, Zacarías se sentaba bajo el almendro, acompañado por su propia soledad, distraído con el canto de los grillos, y afilando un sarmiento tras otro con su navaja de bolsillo, fiel compañera desde su más tierna infancia, como si formara parte de su código genético. Y así, mientras escuchaba el silencio de sus labios, retumbaba la voz de su conciencia. Cada día lo mismo:  después de levantarse, desahogar sus entrañas en el orinal que reposaba debajo de la cama, y lavarse cara y manos en el palanganero, tomaba para desayunar su tazón de café mezclado con achicoria y un sencillo plato de migas al estilo de la abuela, que Ángela siempre le tenía dispuesto. Salía de casa, cruzaba a la acera de enfrente y bajaba la calle principal, hasta llegar a la plaza. Desde cierta distancia podía distinguirse con claridad la fachada amarillenta, sobre la cual se leía, con trazos desdibujados por la intemperie: CALZADOS ZACARÍAS. A su derecha, robándole el sitio a la primitiva ventana, un modesto escaparate de luna exhibía en su interior tres baldas, en las que reposaban unos cuantos pares de zapatos gorila, varios pares de alpargatas valencianas de distintos colores, chanclas de goma, botas de agua color verde caqui, unos botos camperos, unos tacones rojos de lunares blancos- para vestir de flamenca- y unas sandalias negras de tacón de aguja, adornadas con un gran lazo,  que ya podían considerarse como de la familia, a juzgar por los años que llevaban allí, perdida definitivamente la esperanza de encontrar los pies de una cenicienta en aquel fin del mundo. Cada mañana atendía a su escasa clientela, con una educación muy profesional e individualizada, profundo conocedor de sus gustos, economía y necesidades. Volvía a casa para almorzar, un menú bien guisado, pero nada aristocrático: garbanzos con la presa de la matanza, sopas de ajo y de tomate, escabeche de acelgas, y postres a base de fruta de temporada, salvo los domingos, que se permitían comer pollo de corral y arroz con leche, con su cáscara de naranja y su canela en rama. Por las tardes, tras una breve siesta en el sillón, volvía a abrir la tienda, a sabiendas que las ventas no le sacarían de  sus estrecheces económicas.
   En este repaso de su día a día, absorto en sus deliberaciones, se hizo noche cerrada. El cielo quedó salpicado de estrellas, que chispeaban en sus retinas igual que las burbujas de la gaseosa en su boca. Sintió curiosidad por conocer a fondo los fundamentos de la astronomía, porque no tuvo oportunidad de estudiar, y ahora comprendía los consejos bien encaminados que desoyó cuando era joven, y sus aspiraciones llegaban a duras penas a metas inmediatas, relacionadas fundamentalmente con satisfacciones carnales y mundanas. Recordaba, vagamente, haber oído de la existencia de la Osa Mayor, la Osa Menor, y se afanó por localizarlas en el firmamento, cuya bóveda era como un inmenso mapa extendido en una inconmensurable mesa de banquete de boda. Dio con ambas, lo que le produjo la misma ilusión que le embargaba cada mañana de Reyes durante su infancia, cuando por fin descubría lo que sus majestades habían dejado sobre la mesa del comedor, aunque rara vez coincidía con lo que él había pedido en su carta. Siguió escudriñando el cielo, intentando encontrar una constelación con forma de zapato, garabateando con su imaginación trazos de un punto brillante a otro, para corroborar su descabellada idea. Y allí estaba, dominando el espacio con los mismos derechos que las demás. Se preguntaba cómo no se había percatado antes de semejante descubrimiento. Tal vez él era el primero que la veía, y el corazón le brincaba en el pecho. Cerró los ojos para reposar el emocionante hallazgo y saborear el momento. Pero algo le sacó de su éxtasis inducido, un tenue silbido del viento seguido de una luz cegadora, que pudo advertir incluso a través de sus párpados cerrados. Abrió los ojos, y la visión le heló la sangre de temor y confusión. El tiempo se suspendió, mientras asistía a un espectáculo de fuegos de artificio nunca vistos, alimentados por infinidad de estrellas fugaces, reunidas todas para celebrar el día especial de las lágrimas de San Lorenzo. Una ráfaga le sacudió de lleno, hasta dar con sus huesos en el suelo. Evaluó los daños, y tomó conciencia de su esquema corporal, tirado bajo el almendro, antes de incorporarse rompiendo la coraza de ofuscación. Comprendió entonces que se había quedado traspuesto un instante. Todo era inquietantemente normal, a pesar de la inexplicable experiencia que acababa de vivir, ¿o había sido un sueño? ¿Tendría algo que ver su cercanía a la tétrica morada de los muertos? Aturdido por los acontecimientos, volvió a su casa, y ocultó a Ángela los hechos. Lejos de desencadenar una crisis de insomnio, el episodio le dejó tan extenuado que durmió como un bendito, toda la noche de un tirón, gozando el sueño de los inocentes, entre serafines y querubines que le acompañaban en una armoniosa coreografía celestial, a ritmo de trompetas y violines.

  A la mañana siguiente se sintió con un ímpetu renovado. Sin saber porqué, decidió recolocar su manido escaparate, dándole un aspecto más sugerente a los ojos de  posibles compradores. Y, seguidamente, movido por un impulso incontrolable, con ayuda de un bote de pintura de color negro que guardaba en la trastienda, escribió sobre el toldo: “ZYA”, con letras de gran tamaño. Las vecinas que salpicaban sus aceras con el ritual de costumbre, le miraban con extrañeza, preguntándose qué mosca le habría picado. No tardó mucho tiempo en acercarse la primera, movida más por labores de cotilleo que por auténtica necesidad de compra. Zacarías desplegó todas sus dotes de seducción, al tiempo que argumentaba los cambios en la fachada.
  -Es fácil adivinar el significado del nuevo letrero: ZYA (le hacía ver, mientras le calzaba unas sandalias planas de cuero). Zacarías Y Ángela –le explicaba con vehemencia, señalando con ambas manos abiertas un inexistente cartel por encima de su cabeza, en un tono solemne- Suena como la C.I.A., esa policía especial americana, pero escrito con Z
  La clienta, en un primer momento algo atónita, pero finalmente convencida y satisfecha, se llevó las sandalias, y Zacarías atribuyó la venta al impulso publicitario que acababa de estrenar y que él miraba complacido, creyendo que el negocio así se impregnaba de aires nuevos de modernidad. Los días posteriores las ventas se dispararon de manera sorprendente, hasta el punto de necesitar adquirir nueva mercancía, en una época poco floreciente para el sector. Lo más sorprendente de este cambio de tendencia, que a Zacarías contentaba y asustaba a partes iguales, fue la venta de las veteranas sandalias negras con tacón de aguja y su gran lazo, a una moza del pueblo vecino, que estaba de visita en casa de unos parientes. Era tal el aumento de las ventas, que Zacarías pidió a su mujer que le ayudara en la tienda en las horas centrales de la mañana, para no hacer esperar a nadie. Se vendía aleatoriamente calzado propio de labores de campo o para realizar faenas ganaderas, zapatos colegiales para el curso entrante, blancos de salón para las novias, babuchas para andar por casa, deportivas para el equipo de fútbol local, que había ascendido a primera regional, de charol para que las jóvenes estrenaran en la feria de finales de agosto…Si este cambio favorable había llegado gracias a un nuevo letrero y un arreglillo en la decoración del escaparate, era posible mejorar aún más, pensaba con una mentalidad creativa de origen desconocido, si se repartían octavillas publicitarias por las casas, o incluso trasportarlas a localidades vecinas, aunque era bastante improbable que algún forastero se interesara por comprar tan lejos. Zacarías, con ayuda de sus hijos, que se volcaron en aquella tarea como algo divertido, repartió de puerta en puerta un taco de cuartillas blancas decoradas con motivos alusivos a su negocio, dibujos infantiles hechos a mano, y una frase de reclamo:
                                      “Visita zapatería ZYA
                                       y pisa con alegría.”
  O también:
                                      “Con zapatos de la ZYA,
                                      un milagro para el pie día tras día.”

  Funcionó, vaya si funcionó. El negocio comenzó a ir viento en popa, desbordando todas las previsiones. Corrió de boca en boca la noticia de las excelencias del calzado ZYA. Se extendió que sus deportivas gozaban de cualidades sobrenaturales, y quien las calzaba aumentaba su rendimiento, consiguiendo triunfos inesperados. Sin ir más lejos, el equipo de fútbol local no perdió ni un solo partido desde que adquirió en la tienda de Zacarías sus botas, y todos los pronósticos apuntaban a su próximo ascenso a tercera división. Tuvieron que abrir una lista de espera con los pedidos  de clubes que llegaban de todos los puntos de la geografía peninsular, para atenderlos por riguroso orden.
  En casa la situación había experimentado una gran mejoría. Ángela, que en un primer momento asumió el papel de colaboradora de ventas al pie del cañón, volvió a sus faenas domésticas, una vez que Zacarías contrató a dos chicos del pueblo, sobrinos de su mujer por más señas, para atender al numeroso público que se congregaba desde primeras horas, atraído por la fama de los mágicos zapatos. También contrató un economista para atender todo lo referente a números, que no eran santo de la devoción del humilde zapatero, menos aún ahora que las cifras se habían multiplicado en progresión geométrica, burlando cualquier razonamiento lógico.
  La familia se fue adaptando a un nivel de vida que hasta ahora nunca habían disfrutado. Entraron a servir en la casa dos criadas, casi dos crías. Una se ocupaba fundamentalmente de todo lo referente a los niños, y la otra se convirtió en la sombra de Ángela, secundándola en tareas de orden y limpieza, y haciendo la labor de pinche de cocina. Porque si en algo se hacía notar la calidad de vida, era en los hábitos alimenticios. Quedaron relegados los garbanzos, las sopas de ajo y de tomate, y los escabeches de acelgas, dando paso a solomillo de ternera con verduritas a la crema, lubina a la sal guarnecida con ensalada de espárragos trigueros, y pastel de brócoli y setas al roquefort. Entre los postres nunca faltaban los de repostería casera, que eran la especialidad de Ángela, ni natillas, helados, batidos de frutas o distintas clases de chocolate. Los obreros de la construcción también hicieron su agosto con las sucesivas reformas. Fue necesario robar metros al patio, el corral y el estercolero, para construir otro cuarto de baño, una pequeña piscina que hacía las delicias de los niños, y dormitorios para el servicio doméstico. Se cambiaron suelos, se revistieron paredes, se ornamentó con molduras de escayola cada habitáculo, se colgaron barrocos cortinajes,  y se renovaron el mobiliario y los enseres de uso diario. El matrimonio también amplió sus relaciones sociales, y se codearon con el alcalde, el médico y el notario, que no podían comprender el motivo de la notoriedad social y el período de bonanza financiera de personajillos originariamente tan insignificantes. Y Zacarías, en su fuero interno, tampoco atinaba a darle una explicación coherente.
  Sospechaba que tenía que ver con la experiencia vivida, ¿o soñada?, bajo el almendro del viñedo colindante con el camposanto. Él lo evocaba como una revelación que le insufló fuerza, ideas, decisión…y suerte. Creía que había sido tocado por una varita mágica, en un universo escéptico e increyente, donde todo prójimo era dueño de unos pies tan anclados en la tierra, que ni siquiera barajaba la posibilidad de volar, volar literalmente, escapar de la gravedad a voluntad. Y él estaba flotando en una nube.
  Al cabo de un año, el guión de su vida había completado un giro de 180º. Ni Ángela ni Zacarías conocían el mar, y por deducción, sus niños tampoco. En aquellas memorables vacaciones en la Costa de la Luz, sus hijos cambiaron las albercas y abrevaderos por playas de blanca arena, y la caza de ranas en la ribera de su pueblo por la recogida de coquinas al bajar la marea. Volvieron a casa con las maletas rebosantes de souvenirs inservibles, y el alma plena de recuerdos imborrables. Los días de descanso habían de servir para reforzar las voluntades y afrontar sin complejos la nueva temporada de trabajo, procurando bajar periódicamente al manantial de las ideas frescas que impulsaran el negocio y consolidaran el prestigio de la  ya famosa  zapatería.
  En el letargo de la noche, Zacarías descansaba satisfecho convencido del deber cumplido, repasando y reposando sus últimas emociones en la oscuridad de su alcoba, con la placidez esponjosa del cálido aliento de Ángela sobre su espalda, entregada sin reparo al capricho de Morfeo. La respiración fue haciéndose cada vez más relajada  y los músculos se fundieron con las sábanas hasta derretirse como mantequilla al sol.

  Un sueño en color le acunó como si fuera un niño de pecho, y le paseó de la mano por jardines, colmados de fuentes, habitadas por figuras esculturales felices con su destino. El paisaje se tornó blanco y negro al divisar un camino de piedrecitas que serpenteaba hasta un horizonte lejano, al que deseaba llegar para saciar su curiosidad de averiguar qué se encontraba más allá. En el intento por conseguirlo corría descalzo, mientras a ambos lados sus contertulios de la taberna se reían a carcajadas de sus esfuerzos en vano, atizándole en el trasero con sus propios zapatos.

   De pronto, una inmensa luz estalló profiriendo un crujido atronador, y oyó un eco vagando por un acantilado, llamándole claramente por su nombre:”Zacarías, Zacarías, despierta ya, que las migas están enfriándose…” Era Ángela, enrollando la persiana de madera que cubría la ventana de su habitación de matrimonio, tras cuyos visillos estaba intacto el patio de su casa. Zacarías se incorporó zarandeado por una evidencia que se le antojó inmisericorde, restregándose los ojos con incredulidad; se sentó al borde de la cama, apoyó sus pies concienzudamente, y fue en ese momento, al contacto con la baldosa de cemento, cuando sucumbió bajo su peso y sin remisión la baldosa del desencanto.
  Aquella mañana apuró su café con achicoria sin probar siquiera las migas, y se fue como alma que lleva el diablo a abrir la tienda. Salió de casa, cruzó la acera y bajó por la calle principal, hasta llegar a la plaza. Allí estaba, impermeable a las distorsiones de la cruda realidad, la fachada amarillenta sobre la cual se leía: “CALZADOS ZACARÍAS”, con su elemental escaparate y sus tristes baldas, donde los zapatos expuestos se contagiaban unos a otros, como en una pandemia, su crónica melancolía. Comenzó su ritual de bajar el toldo, y su chirrido llamó la atención a la mujer que salpicaba su porción de acera con una mano, sacando el agua del cubo que sostenía en la otra. Zacarías, como movido por los invisibles hilos de una marioneta, entró en la trastienda, trastabillando.
  -“¿Dónde está el bote de pintura negro…?”-se preguntaba en voz alta, mientras enjugaba con un pañuelo blanco el sudor que resbalaba por su frente.


3 comentarios:

  1. Este cuento fue publicado en el recopilatorio "El Vuelo de la Palabra. El cuento en Extremadura en 2.010", editado por el Ayuntamiento de Badajoz.

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  2. muy bien ... me gustó entonces y me gusta ahora ... prosa sencilla, entrñable, cercana ... un relato redondo y certero...
    plácido

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    1. Gracias, Plácido.
      Me encanta escribir cuentos, pero me falta tiempo para atender obligaciones y aficiones. Ya vendrán épocas más ociosas, menos odiosas, y algo más gloriosas.
      Besos.

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