Crujientes lamentos de nácar
sucumben bajo las indiferentes pisadas de anónimos paseantes.
Llegan desde lejos los ecos de
agonía de las almas reducidas a polvo de arena por la erosión del fanatismo y
la barbarie, allí donde periódicamente desovan los gusanos de la sinrazón.
Cada marea marca los pasos de la
danza que noche tras noche silba la luna, y escupe las pústulas de una paz
muerta.
Un nuevo sol ilumina el horizonte
azul de una pálida esperanza, que llora lágrimas de espuma con cada latido del
corazón de las olas.
No creo en dioses de odio,
monstruos que vomitan creencias de humo y arrastran hasta las oquedades de los
fondos abisales las conciencias más frágiles.
Ansío esa madrugada fría en que
los hombres de bien se abracen al calor de la sangre de hermanos.
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