Aunque la marea alta vespertina reduzca el espacio de arena a la mínima expresión, los veraneantes no se dejan disuadir y ocupan al 100 % cada centímetro de porción playera para disfrutar el agua salada y el sol de agosto.
El ambiente destila felicidad, aunque el personal se sienta como sardinas en lata. Los lagos que se forman con el trasiego de las olas hacen las delicias de los más pequeños.
Mientras les vigilan de cerca, los mayores charlan con los vecinos de sombrilla sin prisa, luciendo sus castigadas anatomías sobre las sillas plegables, mirando de frente al astro rey para llevarse, a la vuelta de sus días de descanso, el bronceado tatuado en su piel hasta la llegada del otoño.
Escribí estos versos, mientras se retiraban poco a poco, las personas que tenía en mi entorno, y el astro rey bostezaba con sus últimas luces.
La playa se queda sola
Carnaval de sol y arena
sin calendario ni horario,
letanía tras el rosario
donde se rezan las penas.
De oro y plata las cadenas
que cuelgan de los osarios
de piratas y corsarios
que parten con luna nueva.
Suman caricias las olas,
huye el sol tras los tejados,
la playa se queda sola.
La brisa besa mi frente,
y un rumor de caracola,
al ritmo de un triste fado,
me entona sueños pendientes.
La preciosa foto del niño en la playa solitaria se la he tomado prestada a mi antigua alumna Guadalupe Fernández, mujer creativa donde las haya, para regocijo de sus tres hijos. Un besito.
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