Mentiras verdaderas.
Nada como este oxímoron para describir la lluvia de falacias que descarga sin piedad sobre nuestros sentidos.
Es difícil sacar conclusiones razonadas, estando sumido en la desesperanza y en la incertidumbre; menos aún, hacer frente a los peligros o a las dificultades, en esta situación que anula nuestras capacidades. Da la impresión que solo puede uno dejarse llevar a través de una espita que conduce directamente al mismísimo infierno, trastabillando en medio de una barahúnda insoportable.
Era inimaginable cuánto podíamos cargar en nuestra sufrida espalda a causa de nuestra indolencia, desde los inicios de la maldita pandemia hasta ahora. Desde aquel momento, con la excusa de la salud, nos han ido sometiendo de manera casi imperceptible y hasta la fecha. Como la ranita que entra en una olla de agua tibia y agradable, para acabar cocinándose a medida que aumenta la temperatura del líquido elemento, hasta morir.
Nadie puede ignorar que el miedo, como método de control, es un viejo y efectivo recurso, idóneo para llevar a cabo un experimento de ingeniería social. Puede conseguir enmascarar una democracia de dictadura, dejando que nuestras libertades echen a volar.
A estas alturas sabemos bien que las restricciones van de la mano de las prohibiciones. Las sufrimos con el confinamiento (declarado ilegal a posteriori): los paseos en tramos horarios establecidos, limitando el número de miembros; reuniones familiares y de amigos reducidas a la mínima expresión; la circulación de los coches sujeta a ciertas normas; toque de queda desde cierta hora (qué suerte los que sacaban al perro a hacer sus necesidades); se fumigaban las calles desiertas; había cierres perimetrales; los viajes en avión eran posibles para pocos, mejor si venían desde fuera; lucíamos bozal al aire libre y en interiores; en las discotecas estaba prohibido bailar; se cerraron los parques; se prohibía fumar en la calle; no se podía cantar el happy birthday…
Los sufridos hosteleros fueron los más perjudicados, muchos pasaron a mejor vida.
Eso sí, siempre con “fundados” argumentos. Ahora toca sensibilizar sobre el ahorro energético, tomar medidas en forma de restricciones en el uso de la electricidad. La culpa es del socorrido cambio climático, de la guerra de Putin…
Hay que apretarse el cíngulo, bajar el aire acondicionado, apagar las luces de los escaparates a cierta hora… Menos mal que el Falcon va a pedales, que si no…
Con la escasez de agua se avecina otro frente que ya está afectando a los ciudadanos de algunas zonas del suelo patrio, pero que irá extendiéndose con la ayuda de esta pertinaz sequía, cuyas consecuencias empiezan ya a notarse en la agricultura y, por descontado, en los bolsillos cuando intentamos llenar la cesta de la compra.
Vamos de cabeza al eslogan que escucho cada vez con más frecuencia, cuando los medios audiovisuales y la prensa escrita hacen referencia a la agenda 2030: “No tendrás nada, pero serás feliz”. Ea, estamos sentenciados… Bueno, no todos. Algunos seguirán viajando por tierra, mar y aire, comiéndose suculentos chuletones (de los de verdad, no sacados en impresoras 3D) y echándole la culpa de nuestras desgracias a nuestra falta de concienciación a favor del planeta.
Aunque la tristeza y el desánimo lleguen a formar parte de la rutina, cada día trae su particular preocupación, distinta de la del día anterior, diferente de la que sorprenderá al día siguiente. En este momento mi preocupación es la censura que puede castigar estos renglones de reflexiones personales. Bastante tiempo llevo sin manifestar mis opiniones públicamente, autocensurándome para ahorrarme malos rollos. Hoy ha tocado desahogarme un poco.
Estad atentos a vuestro entorno, que hay monos a su libre albedrío con ganas de liarla parda, y vuelta a empezar.
Un fragmento de este escrito ha sido publicado en "Cartas a la Directora" del diario HOY el martes día 16 de agosto.
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