Sí,
ya sé que la letra de la famosa canción dice “que se mueran los feos”, pero yo
prefiero que sean los malos los que se vayan al otro barrio, más que nada para
que dejen de hacer daño al prójimo. Esta idea me ha asaltado al leer en la
prensa la noticia del fallecimiento por accidente cardiovascular de un
terrorista con delitos de sangre y seudónimo de can.
Si hemos de asumir que,
tarde o temprano, todos acabaremos abrazando a la muerte, que empiecen
desfilando los rufianes, bellacos y malandrines, y nos permitan al resto,
guapos o feos, altos o bajos, listos o torpes, seguir nuestro camino en la
vida, por muchas dificultades que tengamos que superar.
Asesinos de inocentes
por sus ideas políticas, maltratadores y verdugos de sus familias, pedófilos
cobardes y viciosos, insaciables ladrones de guante blanco, tiranos
abusadores... Ojalá paguen en el más allá por sus fechorías, ya que de su vida terrenal muchos se fueron de rositas.
No
soy partidaria de la pena de muerte en ningún caso, pero no lloraría como una
plañidera si a las alimañas antes mencionadas les afectara un virus que
demoliese su salud. Una carga menos para el contribuyente, y un gran alivio
para las posibles víctimas de sus desmanes.
Puede que mi afirmación no sea
políticamente correcta, pero me consta que más de uno opina como yo, y la
libertad de opinión no es dañina para nadie.
Publicado en "Cartas al Director" del diario HOY el miércoles, 3 de abril de 2.013.
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