Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

viernes, 11 de febrero de 2011

Vidas para lelas.





 La vida es apasionante aunque esté llena de dificultades, aunque el día a día se haga cuesta arriba, aunque las compensaciones sean insignificantes respecto a los sacrificios. Porque vivir es precisamente eso: superarse, sacrificarse, pero lo más imprescindible en la vida es amar y ser amado. El camino transcurre para cada cual por distintos senderos, que a veces confluyen. Aprendamos a disfrutar de las pequeñas cosas con las personas de nuestro entorno, digan lo que digan las lenguas afiladas. Riamos hasta desencajar la mandíbula, bailemos en cada piedra del camino, abracemos a nuestros seres queridos, contemplemos los atardeceres.
      




                VIDAS  PARA  LELAS.


  Teresa aligeraba en la cocina, intentando robar tiempo al tiempo, como era su costumbre, para no retrasarse en su cita al café con sus compañeras de promoción. Tenía antes que pasar por la tienda de los chinos para comprar el regalo de unos cinco euros destinado a su “amiga invisible”. Solía ser una chorrada, pero les hacía pasar un buen rato y les proporcionaba cuarto y mitad de risoterapia, que tanta falta les hacía.
   Cada día para ella era una auténtica prueba de resistencia. Cuando comenzaba a trabajar a las  9:00 h., ya llevaba a sus espaldas más de dos horas de lucha. Lo que peor soportaba era la pesada carga de levantar a todos y cada uno de sus hombres y conseguir que cumplieran responsablemente con sus horarios. Empezaba a despertarlos cariñosamente, con besitos y buenas palabras, en un tono de voz sereno, pero a medida que comprobaba el caso omiso que le hacían, o como respondían con una actitud abiertamente hostil, iba perdiendo los papeles y acababa llamándolos a voces y reprochando su falta de amor propio, su indolencia y su inmadurez. Habitualmente, todos llegaban a sus puestos dentro del horario previsto gracias a su persistencia, pero Teresa comenzaba su jornada laboral quemada de antemano.
   A las dos de la tarde, tras una mañana habitualmente agotadora, emprendía una nueva maratón. Sorteaba el tráfico como una experta, justo cuando más circunstancias adversas concurrían: la salida de los colegios, de los trabajos, a lo que se sumaban en ocasiones las inclemencias meteorológicas, que ya eran el sumun. Hacía una compra de emergencia en el supermercado que le cogía de camino,  el pan y poco más, y seguía surcando las calles con maestría y desenvoltura.
   Normalmente era la primera que llegaba a casa a mediodía.  Aquel día, uno de tantos en el calendario, antes de entrar en el baño, que era lo que necesitaba con más urgencia, soltó las llaves, el bolso y el abrigo, y pasó por la cocina para poner a calentar el primer plato que había estado cocinando la noche anterior hasta las once y media. Por fin, tras aliviar la vejiga y lavarse las manos, se dispuso a preparar unas pechuguitas a la plancha y una ensalada de lechuga y tomate como segundo plato, cuando llegó el mayor de sus hijos. Venía con prisa y con hambre, y después de darle un beso, revolvió con un tenedor la ensalada para probarla, y rehusó la petición de poner la mesa alegando terminar unos ejercicios que debía entregar en la facultad esa misma tarde. Mientras atendía a dar la vuelta a los filetes, se sirvió una copita de ribera del Duero para ir entonando el estómago, y entre sorbito y sorbito, iba poniendo los platos sobre la mesa de comedor. Cuando llegó el mediano de sus hijos, ella canturreaba ayudada por los efluvios con denominación de origen, y le anunció que la comida estaría en cinco minutos. Por fin entró en casa el pequeño, tirando la mochila al suelo y abriendo compulsivamente el frigorífico para seleccionar algo que consolara inmediatamente su estómago de adolescente de metro ochenta. Después de un beso relámpago a su madre, corrió al tuenti a echar un vistazo.
   Cuando todo estaba a punto, Teresa dio la voz de alarma, pero todavía la hicieron esperar un rato sentada sola, mirando las noticias sin ningún entusiasmo. Al menos, descansaría un poco las piernas, cargadas de estar tanto tiempo de pie. Cuando sus hijos se sentaron a la mesa, ella les fue sirviendo el guiso de patatas a la marinera, mientras ellos se atropellaban al hablar, contando cada uno sus anécdotas de la mañana. Acababa de tomar la primera cucharada del plato cuando llegó el que faltaba, disculpándose como siempre, vaya por Dios, con Fulano y con Mengano, que le habían entretenido tomando una cerveza, y otra, pero…qué remedio, si son posibles clientes. Pobrecito, qué sacrificio. Se sienta por fin a la mesa y se dispone a disfrutar de las viandas, todas tan a mano,  (qué suerte), y termina con el postre cuando ya los vástagos se han ido cada cual a lo suyo. Su mujer se queda sola de nuevo en la mesa, (es que hay que ver lo que tarda), apurando un café que le levanta el ánimo para continuar la batalla vespertina y es su compañero más fiel.
   Teresa quitó la mesa, sacudió el mantel y reparó un instante en los pajaritos que apuraron ávidamente las migajas caídas en el patio. Recogió la loza en el lavaplatos, y pasó con poca ilusión y mucha premura el mocho de la fregona por el suelo de la cocina. Cuando terminó de cepillarse los dientes, cambiarse de ropa y pintarse los labios, ató la bolsa de basura y la metió en el coche para aprovechar el viaje y tirarla al paso del primer contenedor.
   Una vez en el centro de la ciudad, tuvo que dar varias vueltas antes de encontrar aparcamiento, y por supuesto, dar una propina al “gorrilla” de turno. Los bazares chinos le producían un cierto desasosiego. Esos estrechos pasillos, atiborrados de género en estanterías, desde el  suelo hasta el techo, y el hecho de tenerse que colocar de perfil al cruzarse con otro cliente, le desencadenaban palpitaciones que le duraban hasta que tomaba una gran bocanada de aire una vez en la calle.
   Le llegó una llamada perdida de Geni al móvil. Normal, se había retrasado. Cuando entró en la cafetería divisó un grupo de media docena de mujeres, hablando en un tono de voz altisonante, adornado con risotadas, que a la legua se sabía que eran un puñado de marujas en su tarde libre. Reparar en ellas fue como mirarse en un espejo. Del código de barras de sus bocas de carmín se deducía que estaban ya más cerca de la prejubilación que de la universidad, y en su estilismo algunas se rebelaban a entrar en detalles sobre su fecha de consumo preferente, mientras que  otras habían tirado claramente la toalla y lucían sus carnes generosamente desparramadas. Cuando Teresa se hizo notar, subió el tono de alboroto aún más, si cabe, y a partir de ese momento la sonrisa no se desdibujó completamente de ninguno de sus rostros. El camarero, santo varón, se afanó por atender sus peticiones puntualmente durante la hora y media de reunión, con una resignación admirable, cuando no invadido por una perplejidad sólo entendible por los allí presentes, dado el nivel de decibelios alcanzado y los gestos y aspavientos que los acompañaban. Pero qué a gusto se quedaban todas después de esta sesión terapéutica, con dosis de recuerdo periódicamente programadas. Cuando conducía de vuelta a su casa, iba repasando los detalles de las conversaciones entabladas y de imágenes fugaces para el baúl de los recuerdos.
   Geni sigue teniendo un aspecto estupendo: una piel fina y escrupulosamente hidratada, y una figura envidiable. Sus hijas estudian fuera de la ciudad, y ella se encuentra con más tiempo libre del que puede administrar. Su aparente vida perfecta y sin estrecheces económicas se ve empañada por los devaneos de un promiscuo marido, que están en boca de todo el mundo en una capital de provincia donde todos saben de todos, mientras ella mira a otro lado para evitar zarandeos innecesarios en su aburguesada existencia, a estas alturas de la película.
  Por el contrario Toni, no parece estar interesada por su imagen, y sólo aspira a satisfacer necesidades muy primarias. Abandonada en los brazos de la celulitis, con la cara lavada y peinada con una cutre coleta, no parece sufrir estrés familiar, más que nada porque a nadie tiene a su cargo, ni falta que le hace. Siempre ha presumido de su “soltería = libertad-para-hacer-lo-que-me-da-la-gana-sin-consultarlo-con-nadie”, y eso le ha permitido hacer acopio de un bagaje cultural digno de elogio, adquirido a través de másteres y cursos de especialización, en multitud de destinos geográficos de ensueño para el corriente de los mortales.
  La primera en marcharse es siempre Clara. Cogió su último tren del amor hará un par de años, y alega tener que recuperar el tiempo perdido en tareas matrimoniales que para nosotras, las veteranas, no son ya prioritarias, pero para ella han sido un sueño inalcanzable durante largos años de soltería y castidad no deseadas. Nos reímos con sus ingenuos comentarios cuando está con el grupo, y de ella cuando se ha ido por sus descubrimientos juveniles a los cincuenta, con esos ojos saltones iluminados por la llama del amor y del deseo.
  Beatriz luce un nuevo look: melena rubia muy corta. Nos ha confesado que se ha rapado la cabeza para no asistir al penoso espectáculo de la caída del pelo, tras los primeros ciclos de quimioterapia a los que está siendo sometida, para combatir el cáncer de mama que le detectaron en su última revisión ginecológica. Se la ve animada, con fuerzas para afrontar lo que sea necesario para seguir viendo crecer a su hijo. Además, el próximo mes de mayo celebrará su primera comunión, y tiene que estar fuerte para preparar el evento. También ella se casó tardía y fue primeriza añosa, aunque para su marido era el tercer vástago después de dos hijas adolescentes de su primer matrimonio.
  Rosa ha traído, como de costumbre, un amplio repertorio de chistes y chismorreos de sociedad, que la califican como la cachonda del grupo. Siempre consigue desencajarnos a todas la mandíbula a base de carcajadas que se nos desbordan cada vez que habla, y vive Dios que no para de hablar ni aunque la amordacen. Ni siquiera ahora que se ha quedado en paro, ha perdido ni un ápice de su envidiable humor.  Hemos llorado de la risa rememorando una de sus muchas gamberradas en el colegio, cuando nuestra clase estaba frente a una terraza que las monjas  tenían como tendedero. Cada cuerda era para una de ellas, y allí lucían inocentemente sus prendas primorosamente lavadas. Eran otros tiempos, y no disponían las mujeres  de elementos de usar y tirar en su higiene personal, así que no había más remedio que lavar y meter en lejía los pañitos de felpa que recogían los sangrados menstruales. Y las religiosas no se libraban de ese engorro por muchos rosarios que rezasen. Rosa tuvo un buen día el atrevimiento de colarse en el tendedero, aprovechando un lapsus entre una asignatura y otra, mientras algunas hicimos guardia, y cambiar de cuerda las compresas de felpa, para que las monjas, según sus propias palabras, pudieran compartir lo más íntimo.
  Nuestra amiga Charo cumplió su medio siglo la semana pasada. Cuenta que se levantó preocupada, obsesionada por comprobar si todo seguía igual o los cambios debidos al paso del tiempo se habían hecho notar de manera ostensible. Ya no compartía el lecho conyugal, prácticamente tenía asumida su separación y posterior divorcio, tras una historia que arrancó en los albores de la adolescencia y sembró en el camino una hija ya universitaria y un hijo con graves minusvalías físicas y psíquicas. Por lo tanto, no tenía a nadie a su vera para interrogar al salir de la ducha sobre sus posibles cambios anatómicos en tan señalada fecha. Se plantó frente al espejo sin complejos, y se autoanalizó: las patas de gallo de ayer, siguen en el mismo sitio; las tetas caídas en forma de ensaimada mallorquina están iguales que ayer; la barriga floja y estriada, sin alteraciones…Todo estaba en orden, y se quedó tan tranquila. Su capacidad para resurgir de sus cenizas era su gran baza para superar las dificultades que le imponía la vida. El día que su ex volvió a casarse, con aquella chica que podría ser su hija, tuvo la flema de vestirse de grana y oro para ir con un grupo de amigas, también de gala, a cenar a un restaurante de pitiminí a celebrarlo, como cada aniversario desde aquel día, evento al que ahora se suma el del divorcio casi inmediato, pero cambiando el atuendo por el de plañidera de negro riguroso, que al fin y al cabo estiliza la figura mucho más, dónde va a parar.
  Los regalos que se intercambiaron iban desde unas sales de baño a un colgador de bolso, de un pastillero a unas velas aromáticas, de unos pendientes a un tanga de lentejuelas. Eso era lo de menos, porque surtieron el efecto previsto: la risa, la ironía, la broma, el chiste, la descarga de adrenalina.
  Cuando Teresa  llegó a casa a nadie de su familia pareció importarle de dónde venía, pero sí comenzaron a bombardearla con cuestiones domésticas: “mamá, ¿qué vas a hacer de cena?, ¿planchaste mi pantalón vaquero?, ¿dónde has puesto la gorra que dejé en la cocina?, ¿me has firmado la autorización para la excursión?...”. Pero con las pilas cargadas, Teresa se vestía con un impermeable de indolencia por el que resbalaba la lluvia de preguntas que caían como chuzos de punta. Cualquier otro día, a estas horas,  le habrían faltado ánimos para atender a todo y a todos, pero hoy podía patear esa actitud pusilánime y plantar cara con autoridad al toro de la rutina.
  Pasada la entrada en la escena doméstica, Teresa se ve obligada a superar una nueva carrera de resistencia con obstáculos. Despojada de los tacones y la bisutería superflua, vuelve a zambullirse en la cocina. Ya lo decía con ironía su marido cuando construyeron esta casa: “te voy a dar más libertad, voy a hacerte una cocina más grande”. Y lejos de ser pretendidamente un chiste malo, se ajustaba a la realidad como anillo al dedo. Pasaba en estos veinte metros cuadrados más tiempo del que deseaba. Puso el horno a calentar mientras preparaba unas pizzas de atún y beicon, y aún tuvo tiempo para desalojar el lavaplatos y a la vez ir poniendo la mesa para la cena. Dieron buena cuenta del menú y desaparecieron antes de que ella  terminara de comerse una naranja. Su marido se fue a la sala de estar y se sentó frente a su portátil, como era su costumbre. Allí trabajaba, pero también bajaba  documentales de internet, o navegaba por páginas poco recomendables, escondido tras una nube de humo nicotínico que le hacía las veces de coraza protectora, porque no había un alma que soportase ese asfixiante y enrarecido ambiente.
  Colocó unos garbanzos en remojo para guisarlos al día siguiente, puso una lavadora de ropa oscura, y pensó que todavía tendría tiempo de planchar un rato antes que la rindieran el sueño y el cansancio. Sus hijos ya se habían retirado a sus habitaciones y subió a darles las buenas noches con un cariñoso beso, como cuando eran pequeños, mientras guardaba en los armarios y en los cajones la ropa que acababa de planchar. A las 00:45 h. se despidió de su marido, aún absorto ante el ordenador, con un beso, y él, sorprendido, contestó: “¿ya te vas a acostar…?”, como si el día no hubiese dado suficiente de sí.
   Era tal el agotamiento que la embargaba, que perdía por momentos el sentido del equilibrio, una detestable sensación, equiparable a un estado de embriaguez, y los párpados le pesaban una tonelada cada uno. No encendió la luz del baño ni del dormitorio, segura de los pasos que iba dando, y ya sumergida entre las sábanas, sacó una mano para programar el despertador a las 7:00 h. como cada día. Adoptó una posición fetal y respiró profundamente. Comenzó a bucear en un mar calmado, viendo como en la superficie del agua se quedaban inmóviles su marido, sus hijos, sus compañeras de promoción, las estanterías del bazar chino, su pequeño utilitario…cada vez más lejos, cada vez ella más cerca del abismo, y… podía respirar, sin miedo, respirar llenando los pulmones , ¿de agua?...No tenía por qué preocuparse. Estaba en la nada. De repente, creyó ver una luz a lo lejos y oyó un portazo, que rompió el silencio y quebrantó la paz que había hecho suya. Sintió un estremecimiento, una sensación que la excitaba, haciéndola abandonar su fantasía. Se resistía, pero ya no había marcha atrás. Unas manos cálidas la acariciaban sin recato, unos dedos hábiles recorrían recónditos rincones de su anatomía, y unos labios húmedos buscaban su boca para mezclar los alientos, trenzar las lenguas, intercambiar los fluidos… Esta tarea sería la última por hoy, pero había que escalar hasta la cima, y dejarse caer seguidamente, hasta hundirse de nuevo en la nada, en la nada, en la nada…
  Ella anotaba en el calendario de la cocina todos sus “encuentros en la tercera fase”, desde que él le reprochó  no tenerlo bien atendido en sus necesidades sexuales, para demostrarle que copulaban muy por encima de la media nacional, con el agravante de la edad, que avanza sin piedad ni permiso, y la monogamia autoimpuesta casi treinta años atrás, con lo aburrida que puede llegar a ser. Por fin abrazó la expectativa de dormir de un tirón, al menos las cinco horas que restaban hasta
el terremoto acústico de las siete de la mañana, segura de la convicción que debería estar prohibido madrugar tanto, y fabricar estos endiablados y pertinaces despertadores electrónicos.
  Teresa se sentía afortunada y sonreía en la oscuridad de la noche por poder abrazar a la única persona que había elegido personalmente en su vida, y sin palabras innecesarias le volcaba todo el amor que tenía guardado bajo su piel en una caricia muda bajo las sábanas, cada vez que se desvelaba o se daba media vuelta. Terminaba exhausta cada día, pero junto a él se sentía capaz de recomenzar, se sentía útil, y eso era suficiente para mantenerse en pie, para afrontar las dificultades que se iban presentando. Su vida transcurría como una sucesión de acontecimientos de obligado cumplimiento, que el engranaje de la rutina atrapaba y ella intentaba asumir con una actitud positiva. Opinaba que cada uno tiene su camino y sus propios personajes para escribir su historia, que es absolutamente necesario buscar la felicidad, aunque se esconda maliciosamente, y que las vidas de los demás no valen ni más ni menos que la propia.
  Más de una vez había escuchado de boca de su hermana que estaba lela por apechugar con tan pesada carga, familiar y profesional, y que tenía que valorarse más y mirar por sí misma. Pero ella no se consideraba una simple ni una pasmada, sencillamente había elegido una opción. Probablemente las habría mejores, más descansadas, más egoístas, más esclavizantes, más valientes, más infelices, más inteligentes, más fatuas…probablemente. Es probable que sus compañeras de promoción y ella estuvieran llevando vidas para lelas bajo un punto de vista ajeno. Que cada palo aguante su vela.



                        Besos...:-)

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