¿Cómo es el dicho?:
"Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia".
El relato que viene a continuación, del recopilatorio
"CUENTINOS PARA BADILA Y BRASERO",
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"Dos más tres más uno"
A mi marido, que dice:
“Tengo tres hijos, tengo tres perros…
me faltan dos mujeres.”
Éste es un relato inventado que bien podría comenzar: "érase una vez..." Pero voy a obviar esta conocida frase y entro directamente al grano.
Yo soy una chica de pueblo, lo que se dice una pueblerina, o una chica de provincias para ser más fina.
Tuve una infancia feliz y tranquila. A los diez años, me llevaron a un internado de monjas a la capital, gracias a una beca. Mi padre era un agricultor modesto. Desde luego, no se puede decir que fuéramos ricos, pero nunca nos faltó de nada.
Fui una niña muy despierta. En la escuela recibí algunos premios por mi aplicación. Y en casa era la niña mimada; todos estaban pendientes de lo que decía, de cómo cantaba, bailaba, recitaba o contaba chistes mientras a todos se les caía la baba. Pero, lejos de estropear mi forma de ser, esa circunstancia me ha servido siempre para autoestimarme y plantarle cara a la vida con una gran seguridad (eso que me ahorro en psicoterapeutas).
Soy la tercera de cuatro hermanos. El mayor, Toño, "súper-Toño", ingresó a los 17 años en una escuela de suboficiales del Ejército del Aire. Desde muy pequeña mi imagen de él estuvo en un pedestal. Era un muchacho inteligente, aventurero, formal, y cuando volvía a casa (por Navidad, como el del turrón) era todo un acontecimiento.
Mi hermana Marga es, desde siempre, como mi segunda madre. Es ocho años y medio mayor que yo. Siempre le gustó vestirme, alimentarme, hacerme ropa, peinarme, pasearme, lucirme. Ahora que ya paso de los cuarenta, tengo la enorme fortuna de vivir a su lado y gozo de los privilegios de su sabiduría doméstica en cocina, en costura, en jardinería, en pediatría y en toda clase de marujeos.
José Luis es mi hermano pequeño. Nació cuando yo tenía cuatro años y medio, y aunque seguí manteniendo mi etiqueta de niña prodigio en la familia, no encajé bien del todo su aparición. Siempre hubo tiranteces entre nosotros dos. Durante años ejercí sobre él mi tiranía, hasta que su estatura le permitió la osadía de librar una batalla de almohadas conmigo que finalmente nos puso a cada uno en su sitio.
Mi padre, santo varón. Mi madre lo manejaba que era un primor, pero paradójicamente le gustaba asumir el papel de víctima siempre que podía. Ellos se querían. Estuvieron casados cuarenta y dos años, hasta que mi padre falleció como consecuencia de un enfisema pulmonar producido por el tabaco. Mi madre, una vez superado el mal trago de perder al hombre de su vida, su amante, su esclavo, su compañero, se repuso haciendo de tripas corazón y en la actualidad dedica su vida a ser excursionista del Inserso, profesión a la que yo aspiro si me llega la hora.
En mi adolescencia y en mi juventud fui una chica inquieta y juerguista, pero jamás abandoné mis responsabilidades académicas y las compaginé tan magistralmente que, a los veinte años, tenía mi carrera terminada y una vida entera por delante.
Desde luego, tuve (y presumo de seguir teniendo) una gran suerte en todo. Resolví felizmente las dificultades que me planteó la vida, supe rodearme de amigos que dieron la talla y, sobre todo, encontré al hombre que cualquier mujer desearía para sí. Esa ha sido la gran lotería de mi existencia, la clave de todos mis éxitos.
¿Qué puedo decir de él? Desde que le conocí, a los doce años, he disfrutado de su veneración absoluta por mi persona. No todas las mujeres pueden contar -sin ser mentira- que su marido las piropea, las alaba, las acaricia y las besa cada día, las escribe románticos poemas y las colma de regalos. Ese es mi Tete. Así es mi Tete. Desde que le conozco hasta ahora, que llevamos unidos más de veinte años.
Dicen que detrás de un buen hombre hay siempre una gran mujer. Pero yo digo que detrás, o debajo, o encima, o alrededor de una buena mujer siempre se esconde un gran hombre. El mío mide un metro noventa.
Cuando yo estudiaba tercero de Bachillerato llegó al colegio una nueva interna. Se llamaba Menchu y aunque era una niña muy tímida, hice buenas migas con ella. Tal es así, que me invitó a su casa un fin de semana. Allí pasó algo que marcó el curso de mi existencia.
Su familia estrenaba casa nueva. Una planta entera de un edificio que había construido su padre en calidad de promotor. Yo estuve allí en aquel momento puntual de sus vidas.
Después de enseñarme la casa, fuimos a merendar a la cocina. Yo estaba de espaldas a la puerta, mirando un patio interior por la ventana. Fue todo tan deprisa que sólo recuerdo a grandes rasgos oír llegar a alguien y notar un guantazo en la cabeza. Me volví y me encontré con un muchacho alto, flaco y con cara de sorprendido. Deduje que era uno de los hermanos de Menchu, de los que ella me había hablado tanto, y sin más, le dije: "Hola, soy Raquel. Tú eres Tete, ¿verdad?". Y le planté dos besos a modo de saludo. Guardo un grato recuerdo de aquella anécdota, pero la sensación experimentada por Tete en aquel debut triunfal de nuestra relación la conocí no hace mucho, cuando él dejó que leyera unos apuntes autobiográficos.
"Ella no me oyó entrar y, a modo de una supuestamente graciosa sorpresa, me acerqué sigilosamente por detrás y le obsequié con un pequeño manotazo en la cabeza, a la vez que me inclinaba hacia adelante para darle el preceptivo beso de bienvenida. En ese momento, ella se giró y yo me quedé petrificado, avergonzado, extasiado, obnubilado y no sé cuántas cosas más; ante mis ojos no apareció el "careto" de Menchu, sino el mismísimo florecimiento de la Primavera, fugazmente condensado en un instante, sólo para mí. En una milésima de segundo se desató en mi interior una furiosa y repentina tormenta de sentimientos, que explotó en el mismo corazón de mi corazón, y mis ojos vieron el infinito."
Sin entrar a analizar la sinceridad o la cursilería de este texto, hay una cosa muy cierta: desde ese momento nuestras vidas han ido paralelas, unidas ya para siempre.
El curso siguiente Tete también se vino interno a un colegio de la capital. Se las ingenió para formar una pandilla de niños y niñas para salir los fines de semana. Su mayor ilusión era poder estar cerca de mí, aunque yo no le hiciera mucho caso. Yo era su diosa del Olimpo.
Solía tratarle con una estudiada indiferencia, cuando él se deshacía conmigo en atenciones y en detalles de ternura. Nunca propicié situaciones para estrechar los lazos de nuestra relación, más bien al contrario. El único acercamiento que le permití fue cogerme de la mano cuando volvíamos de una tarde de campo. Tan nerviosa me puse que aceleré el paso y, al ver que el resto de la pandilla se había quedado atrás, nos sentamos a esperarlos en un banco. Era un asiento de piedra en la puerta del... cementerio. Ya era de noche. Aquél fue un momento mágico, tétrico pero mágico.
Tete me confesó al cabo de los años que le faltó valor para besarme en los labios y lo arrepentido que se ha sentido siempre por no haberlo hecho.
"Fue así como perdí la oportunidad de marcar a fuego en mi corazón uno de los recuerdos más hermosos de mi vida".
Pero es que yo era de armas tomar. Lo cierto y verdad es que se nos quedó aquí una importante asignatura pendiente como pareja, que supimos repescar algo después.
Durante tres años no supimos el uno del otro. Él empezó su carrera en la capital hispalense y yo me fui al instituto más cercano a mi pueblo a estudiar COU. Al año siguiente, de nuevo a la capital para cursar estudios universitarios.
Él tuvo novia, y yo también tuve novio. Los dos salimos malparados de nuestras respectivas relaciones y el destino volvió a unir nuestras vidas.
Cinco años y una boda. Una etapa prematrimonial intensa desembocó en el inicio de una familia que acabó siendo numerosa.
Siempre tuve vocación de madre. Soñaba con tener doce hijos, pero menos mal que de esta fantasía aterricé a tiempo. No sé qué hubiera sido de mí criando doce churumbeles, si con tres no doy abasto.
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Este capítulo podría titularse: "tres patas para un banco". Tienen nombre propio: Gonzalo, Alejandro y Daniel. Me hubiese colmado de felicidad bautizar una Paula o una María, pero ya decía Calimero que "no todo puede salir bien..." Al margen de lo antiestético de mis tendederos de ropa, llenos de calzoncillos, calcetines de deporte y multicolores camisetas de algodón, supongo que tampoco hay tanta diferencia entre criar varones o féminas (lo digo para autoconsolarme).
Gonzalo nació “después de los dolores”. Desde el primer día fue rebelde e inconformista. Nunca quiso tomar biberón, pasó de mamar a comer purés con cucharilla.
Con dos meses daba discursos desde su capazo en una jerga ininteligible mientras gesticulaba y manoteaba sin cesar. Comenzó a andar a los diez meses y conectaba el equipo de música para bailar antes de cumplir un año. Se escapó de casa por primera vez a los dieciocho meses, lo que me obligó a colocar un cerrojo en la puerta al que poco después aprendió a acceder encaramándose a una silla. Con dos añitos conectaba el ordenador sin ayuda y con cuatro enseñó a leer a su hermano al mismo tiempo que él aprendía.
Su trayectoria de galán comenzó en su más tierna infancia y llega hasta nuestros días. Fue y es un gran deportista, un buen estudiante que ha iniciado sus estudios universitarios a los diecisiete años, un chico indispensable en sus círculos de amistad y alguien que nunca ha pasado desapercibido en parte alguna.
Alejandro anunció su llegada por sorpresa. Todavía le daba el pecho a Gonzalo cuando me quedé preñada de él, pero estábamos ilusionados con poder cuidarlos a la par.
Después de un segundo embarazo sin contratiempos ni complicaciones, el parto de Ale fue una gratificante experiencia que me hizo crecer como mujer y como persona. Creo que nacer es el acto que mi hijo ha realizado con más rapidez y precisión en toda su vida; ahora están ralentizadas sus acciones y sus emociones y el tiempo, ese verdugo que viaja con nosotros, transcurre de manera especial para él.
De niño destacó por su inteligencia superior. Anduvo a los nueve meses. Al contrario que su hermano, comía de maravilla: primero el pecho, después biberones (hasta los cinco años); recuerdo que se tomaba los potitos incluso fríos cuando estábamos en la playa. Habló desde muy pequeño, con una sorprendente lógica y claridad en lo que decía. Aprendió a leer a los tres años teniendo como maestro a su hermano Gonzalo.
Siendo como era un niño dócil y de hábitos ordenados, le pasaban a él todas las desgracias mientras jugaba con su hermano: se quemó con agua caliente, recibió puntos de sutura en heridas de distinta índole, padeció alergia y tuvo que inyectarse vacunas, y un sinfín de pequeños accidentes caseros.
Gonzalo y Alejandro eran dos niños de anuncio que se criaron en un clima familiar favorable, con unos padres enamorados y orgullosos de ellos y gran cantidad de primos, tíos, abuelos... que disfrutaron de su alegría y sus ocurrencias.
Absorbida por mis obligaciones familiares y profesionales, mi vida de pareja perdió protagonismo. Eran muchos frentes que atender: el trabajo, los niños, la casa y Tete se lamentaba de mi falta de atenciones hacia él, que no había variado ni un ápice su actitud conmigo desde que éramos novios. Yo me sentía verdaderamente desbordada y exhausta. Cada día suponía para mí una dura prueba de resistencia; necesitaba dormir más, relajarme, pero mis circunstancias me lo impedían y esto incidía en mi carácter.
Y en esa vorágine que constituía mi rutina diaria, me asaltaron pensamientos confusos y sentimientos encontrados resumidos en una obsesión: volver a ser madre.
Tete no estaba por la labor. Él pretendía descargarme de obligaciones para poder recuperar mi atención, para gozar de nuevo de mi complicidad, de mis caricias que él anhelaba y tantas noches de insomnio deseó. Pero fue tal mi vehemencia, mi cabezonería, que el día que cumplí los 31 años me hizo un doble regalo.
Me desperté temprano, y como un zombi entré en el baño. Cuando me volví para cortar un trozo de papel higiénico me deslumbró un brillo cuya procedencia desconocía. Me restregué los ojos, me aparté el pelo de la cara y me toqué con mi mano derecha la muñeca izquierda. "Pero, ¿qué es ésto..? ¡Dios mío, si es un reloj...!".
- ¡Tete, Tete...! ¡Mira lo que tengo en mi muñeca!.
Tete se desperezaba sonriendo divertido. Cuando llegué a la cama con mi mayúscula sorpresa, tiró de mí revolcándome y me susurró "felicidades" al oído, mientras retozaba conmigo. Confesó que le había costado mucho abrocharme el reloj procurando no despertarme. Mi segundo regalo de cumpleaños lo desenvolví justo nueve meses después.
Daniel fue un niño muy deseado, al menos por mi parte. Nació con un peso y una estatura excepcionales. Papá, que tanto lidió con sus hermanos mayores, murió dos meses después sin poder disfrutarlo.
Desde pequeño apuntaba maneras. Cuando comenzaba a dar sus primeros pasos y se caía, protestaba profiriendo: "mamá, puta..." Supongo que sus hermanos tenían algo que ver en la adquisición de su reducido y soez vocabulario de bebé de once meses.
Una vez, su tía Pili les regaló una pecera con tres ejemplares. Los mayores, más resabiados, se apresuraron a hacer el reparto. Gonzalo dijo: "yo quiero el pez negro". Alejandro, sin perder de vista su favorito, se lo atribuyó: "el mío es ese naranja". Daniel, pese a su corta edad, procesó la información. Pegó la nariz al cristal y se volvió contrariado para preguntar a sus hermanos: "y el "mueto", ¿es el mío...?", mientras señalaba el único pez que quedaba flotando en la superficie del agua. A Pili no le quedó más remedio que regalarle otro que no estuviera "mueto".
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Desde los más remotos orígenes de la humanidad se baraja la posibilidad de que exista un mundo sobrenatural, al margen de culturas, razas o religiones bien diferenciadas. Por más alto que se tenga el coeficiente intelectual, siempre quedan preguntas sin responder cuando buceamos en temas del más allá y nos hundimos en las arenas movedizas de la muerte. ¿Es posible la existencia de mundos paralelos al nuestro? ¿Es posible una interacción entre seres de esos mundos? Sólo podemos conjeturar al respecto, podemos creer en un paraíso después de la muerte o danzar con la increencia más absoluta. Pero a veces se producen hechos inexplicables que convulsionan nuestra razón y ponen en tela de juicio muchos axiomas.
Daniel estaba entusiasmado con la excursión programada por el colegio al día siguiente. Estábamos en Abril, las tardes eran largas y los días cálidos y el curso estaba tocando a su fin. No había mucho que preparar, porque la aventura sólo duraría un día, pero las hormonas estaban alborotadas y la hiperactividad asomaba el flequillo por cada poro de la piel.
Tete trajo a casa a mediodía una cámara de fotos digital de baja definición, con funciones de webcam, que le habían obsequiado en su último pedido de material de oficina. A pesar de la poca calidad de imagen de las fotos, a Daniel le pareció la caña. Tenía que probarla, aprender a sacarle partido, y se pasó toda la tarde inmortalizando al personal en sus tareas diarias, descargando las imágenes en el ordenador y vuelta a empezar. Aún quedaba probar el temporizador; colocó la cámara sobre la mesa del ordenador y posó con un gesto desenfadado, un primer plano que le obligó a arrodillarse a la altura del objetivo. Lo activó y ……… ¡flash!.
Cuando vio la foto en la pantalla del ordenador, no le pareció su mejor estampa y se dispuso a borrarla. Ensimismado en lo suyo, no advirtió que su hermano Alejandro había entrado en la habitación y estaba a su espalda. Algo en la pantalla le llamó la atención.
- “¿Qué se ve ahí….?”
Los dos observaron con atención la foto. De no llegar su hermano, la habría borrado sin más.
Había algo inquietante, justo apoyado en el marco de la puerta. Era la figura de un hombre, con chaqueta y corbata, de baja estatura o quizás agachado, envuelto en una especie de neblina, y que miraba fijamente a un Daniel completamente ajeno a esta intromisión en su intimidad.
Ampliaron la imagen centrándola en la puerta, detrás de la cual se veía el pasillo sin luz que desemboca en el baño.
Llamaron a Gonzalo. Decidieron marcar el contorno de la figura para estudiarla con más detalle. Experimentaron aplicando contrastes de luces…. Efectivamente, allí había algo o alguien, no cabía la menor duda.
Sacaron algunas fotos más procurando repetir las mismas condiciones, pero “aquello” no quiso volver a materializarse.
Cuando Tete y yo subimos a ver qué pasaba, nuestra primera impresión fue compartida. Los rasgos físicos se ajustaban a los de papá. Ya hacía catorce años de su muerte, poco después de nacer Daniel. No pude evitar fantasear con la teoría de que él estaba cerca de nosotros, de sus nietos mayores con los que tanto jugó y de su nieto pequeño del que se separó prematuramente por las malditas leyes de la vida, a las que tan a regañadientes nos resignamos.
Aquél acontecimiento me superaba. Entre la confusión mental que reinaba en mi cerebro afloró un recuerdo lejano.
Cuando Gonzalo y Alejandro eran pequeños tenían a su disposición un radiocassette en el que grababan sus conversaciones de besugos, mientras jugaban en su habitación. Si la risoterapia es beneficiosa para los estados de ánimo, escuchar aquellas grabaciones era aún mejor.
Una noche que Tete se quedó trabajando cuando todos los demás dormíamos, puso una de estas cintas como fondo musical para sentirse acompañado. Y entre chistes, disparates y chascarrillos de los niños sonó algo que le puso los pelos como escarpias. Era una voz distorsionada que parecía decir algo, en tono interrogativo. Fue tal el impacto que causó en Tete, que tardó algún tiempo en confesarme su descubrimiento casual. Aquella psicofonía se produjo poco tiempo después de morir mi padre y estaba tan unido a los niños que parecía como si hubiese querido manifestarse a ellos desde donde se encontrase.
Guardé la cinta en un cajón durante todos estos años, ansiosa por darle una explicación, pero temerosa de encontrar una respuesta que hiriera mi sensibilidad. Alguna vez le había contado algo a mis hijos de esta historia. Y ellos, que siempre han hilado fino, también la han desempolvado de su memoria tras el suceso de la psicoimagen.
Al día siguiente, volvimos a escuchar la inquietante cinta. Resulta espeluznante cada vez que la oímos. Una y otra vez, con las antenas puestas, intentando interpretar lo que se oye.
Hastiados por la falta de conclusiones convincentes, a Alejandro se le ocurrió algo.
- “Mamá, déjame que pruebe a reproducirlo con el ordenador a mayor velocidad, a ver si así se entiende.”
Dicho y hecho. Gonzalo y Alejandro subieron a la sala del ordenador. Yo me desentendí y volví a mis quehaceres. La situación que se desencadenó momentos después me desconcertó por completo. Mis hijos me llamaban histéricos desde la barandilla; habían tirado las sillas y habían salido despavoridos de la habitación, gritando y llorando enloquecidos.
- “Sube, mamá, corre, tienes que oírlo, corre…”
Traté de calmarles como pude hasta que los tres nos plantamos delante del ordenador, con el volumen al máximo.
Lo que escuché me heló la sangre en las venas; con la misma claridad que la luz del día, aquella voz comenzaba suspirando lastimera:
- “Ay…., decidnos, ¿estáis bien?”
Era más de lo que ninguno esperábamos encontrar. Entre el timbre de voz agudo de dos niños parloteando, retumbaba esta voz misteriosa de ultratumba.
Aquél descubrimiento eclipsaba el de Cristóbal Colón. Por mi casa pasaron amigos de mis hijos, mi hermana Marga y mi cuñado Pepe, y todos se quedaban estupefactos ante la psicoimagen captada por Daniel y la antigua psicofonía sacada del baúl de los recuerdos.
A partir de ese día, comenzamos a vivir sucesos inexplicables. Yo era la más escéptica de la familia y procuraba siempre justificar los hechos de manera lógica, pero he de reconocer que pasaban cosas muy raras en mi casa..
Es bastante improbable que alguno de nosotros tenga poderes telekinéticos. Sin embargo fuimos testigos directos de fenómenos polstergeist.
A principios de Junio, Gonzalo preparaba la PAU, después de aprobar el Bachillerato. Estaba solo en casa, estudiando en la planta baja, cuando empezó a escuchar golpes que procedían del interior del armario de su habitación en la planta superior, insistentes y contundentes. Al momento interpretó otro ruido: era el cerrojo de la puerta del baño, también arriba, moviéndose descontroladamente.
Cuando llegamos a casa el resto de la familia, estaba lívido, pobrecito mío.
A Daniel y a un amigo que estaba en casa con él les ocurrió otro fenómeno paranormal. Bajaban la escalera cuando algo sobrevoló por encima de sus cabezas: un puchero de barro que perteneció a mi abuela, que estaba adornando el poyete sobre el cual asienta la inmensa cristalera que ilumina el hueco de la escalera.
Los fenómenos parapsicológicos que sufrió Tete son de ciencia ficción. Se estaba sirviendo un vaso de leche en la cocina, cuando le pareció ver reflejada en el cristal de la ventana una figura que atravesaba el comedor a su espalda, en dirección a la puerta del patio, que él mismo acababa de cerrar. Esa aparición le impulsó a comprobar si había alguien (a sabiendas de que estaba solo en casa), y no sólo no encontró a nadie, sino que la puerta del patio estaba abierta de par en par.
Otro día tuvo una extraña sensación que le aterrorizó. Salía de nuestro baño hacia el vestidor de nuestro dormitorio; es un pasadizo con el techo bajo, porque por encima se encuentra uno de los altillos. Notó como algo o alguien se cruzaba con él, o mejor dicho, le traspasaba, hasta tal punto que se miró en el espejo y tenía despeinado el lateral izquierdo de la cabeza, que acababa de peinar.
Durante meses, bien por nuestro querido fantasma o por nuestros poderes mentales involuntariamente proyectados, las puertas se abrían o se cerraban, las televisiones se encendían y se apagaban, y el ecualizador del equipo de música se volvía loco, llamándonos la atención con sus vistosas luces de colores, sin haberlo conectado.
Estos fenómenos misteriosos para los cuales yo siempre encontraba una explicación lógica que a nadie convencía, remitieron al cabo de los meses.
Al comenzar el nuevo curso, los cinco sentimos un alivio deseado; el ambiente dejó de masticarse y la tensión que nos invadía sencillamente se esfumó.
Mis hijos siempre creyeron que yo había hecho algún ceremonial para ahuyentar los malos espíritus. Nunca pude convencerles de lo contrario.
Sería absurdo conjugar mi escéptica postura hacia lo sobrenatural con la decisión de realizar un conjuro capaz de disuadir a los fantasmas de afincarse en mis aposentos.
Así lo hemos vivido y así lo hemos contado. Y hasta aquí puedo leer…
¡Hasta la próxima!
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