Nuevamente la tristeza me ha
sorprendido con las defensas bajas. He vagado entre la gente y el frío
escondida bajo mi abrigo, bajo mis gafas, bajo mi sombrero, tratando de evitar
las miradas de los que se cruzaban en mi camino, esquivando saludos, ignorando el
bullicio de la cabalgata de Reyes y de las compras compulsivas de última hora
en la noche mágica. Deambulé largo rato sin rumbo con la clara convicción de
que ya no soy una niña, ya no soy una ingenua ni una ilusa, ya no soy una joven
esposa o una joven madre, ya ni siquiera soy, definitivamente, una joven.
Siento que me invade una profunda y aplastante decepción por el mundo en el que
inevitablemente habito y que me engulle sin masticarme siquiera. Solo deseo
salir de este claustrofóbico túnel plagado de brillantes antorchas envueltas en
papel de regalo, que acaban quemándome en la boca del estómago y cegando mi
cordura.
Anhelo transitar de nuevo por el
amable asfalto de la rutina, sin cambios bruscos de velocidad, sin frenazos,
sin multas, sin baches, sin controles de alcoholemia, sin retenciones ni
tráfico lento, sin luces de colores ni concierto de Año Nuevo, sin faros
antiniebla, sin lluvia en los cristales, sin burbujas, sin portalito, sin el
calvo de la lotería, sin turrón ni mazapán. Y recrearse en el sereno paisaje
del camino a través de las ventanas, a salvo de impredecibles inclemencias
meteorológicas.
Sentirse triste esporádicamente
es un derecho que nos humaniza, pero no debemos permitir que la tristeza se
convierta en crónica. Mañana amaneceré alegre, lo tengo decidido. Y llegaré con
una sonrisa hasta el solsticio de primavera.
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