Cuando alguien hace leña del
árbol caído, merece arder en las llamas del infierno entre terribles sufrimientos,
como diría Recio, el que siempre se presenta diciendo: “soy mayorista, no
limpio pescado”. Lástima que no me enseñaron a odiar, o falté a clase el día
que explicaron esa lección. Sé amar a los míos, y cuando sufren soy presa de
una angustia asfixiante, que me impide encontrar solución al problema. Si
supiera odiar, desearía castigos insoportables para quien es objeto de mis
rencores, pero seguidamente pienso que, tras su pecado, lleva su penitencia. Que
a todo cerdo –o cerda- le llega su S. Martín, y que ojalá pruebe de su propia
medicina. Que también la indiferencia puede aliviar las penas, e incluso
exasperar al contrario.
Amigas mías que han hecho el
máster de “Vengativas Anónimas”, me sugieren algunas maniobras maquiavélicas que
yo bien podría poner en práctica con los que hacen sufrir a algunos de mis
seres queridos, pero me falta la dosis necesaria de ira y mala leche para
llevarlas a cabo, porque esa ira se ha transformado en profunda decepción, una
decepción paralizante que me incapacita. Pero tiempo al tiempo, que en peores
plazas he toreado, y sin muleta.
A esas personas cuyo mundo gira a
su alrededor, y solo a su alrededor, en una especie de espiral de egoísmo, materialismo
y egocentrismo, solo les deseo que se alejen de mi vida y la de los míos, que
encuentren sus sueños en la estratosfera, o en una galaxia desconocida, porque
son sueños de altos vuelos. Definitivamente, es una suerte que se pierdan para
siempre, cuanto más lejos mejor, aunque en un primer momento no sepamos
apreciarlo.
La vida es una carrera de
resistencia, en la que muchos corredores se quedan por el camino, y solo unos
pocos llegan a su meta. Y aunque en algunos tramos haya que ir apartando las
piedras o sorteando obstáculos, no hay mejor objetivo que ir recogiendo flores
de las orillas, mientras vas tarareando una canción con alegría.
¡Anda y que te ondulen!
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