He caminado sin rumbo,
perdida entre la marea de asfalto y hormigón.
Me observa desde su atalaya,
impasible ante mi dolor
y ajena a mis cuitas,
la sombra alargada de un ciprés.
Calienta el sol vespertino de febrero,
convirtiendo mi pena cobarde y fugitiva
en caldo efervescente que cubre mis mejillas.
Conviven en armonía, en la senda que transito,
árboles con desnudas ramas
y otros cuajados de flores.
El aire se ha rociado perfume
de incipiente primavera.
Camino deprisa, sin volver la vista atrás,
con la mirada fija en los días felices
que están por llegar,
al final del camino.
Pero al doblar la esquina reparo
que he estado andando en círculos,
que siempre llego al punto de partida,
que no hay escapatoria.
Sumergida en un abismo
de días estériles, me ahogo.
Morir, solo morir.
Quiero morir para nacer de nuevo
al abrigo del amor y la esperanza,
al compás de unos versos.
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