Primera exhibición de gimnasia en las fiestas de S. José (marzo de 1.983), durante mi primer curso como profesora en las Josefinas. Mis alumnas me regalaron esa gran muñeca al término del espectáculo. Tenía 22 años, y mis alumnas mayores 14.
Septiembre de 1.982
Treinta años ya, y parece que fue ayer
cuando la M. Gregoria me llamó por teléfono a mi casa -¡cuál no sería mi sorpresa!-, para ofrecerme
un puesto de maestra en el colegio cuyas paredes me vieron crecer.
Marzo de 1.974, gimnasio de las Josefinas, cuando tenía 14 años.
Treinta años ya desde que mi antecesora en
el cargo, Kety, aprobó las oposiciones y me dejó en bandeja la oportunidad que
todavía exprimo, y que nunca le podré agradecer lo suficiente.
Treinta años ya desde que tuve que aparcar
mis estudios de Psicología para dedicarme a la docencia, y todavía siguen
aparcados y condenados al ostracismo, sin arrepentimiento ni acritud por mi
parte.
Treinta años desde que era esa jovencísima
tutora de niñas de EGB, algunas de las cuales se han convertido en compañeras
de trabajo y otras en madres de mis actuales alumnos.
Profesores disfrazados con el uniforme de sus alumnos por un día.
Treinta años desde que comencé a forjar un
proyecto de vida, en el que mi función más grandiosa y gratificante ha sido dar
vida a mis tres hijos, teniendo a Mane como pareja.
Treinta años desde que pasé de estar al
amparo de mi familia, rompiendo definitivamente el cordón umbilical, para dar
el vertiginoso salto al incierto escenario de la independencia y la solvencia
económica.
Treinta años desde aquel tiempo en que
solo, nada más y nada menos, tenía futuro por delante y unas ganas
irrefrenables por afianzarlo.
Treinta años ya.
He caminado paso a paso dos tercios de mi
vida laboral. Mi jubilación no se ve en el horizonte ni siquiera como un punto
insignificante. Treinta años a mi espalda, y muy probablemente quince
primaveras por delante para seguir desempeñando mi modesto papel en la vida, en
mi colegio, con mis niños, con mis compañeros.
El tiempo es implacable e insobornable.
Alguien escribió que hay un tiempo preciso para vivir el presente, cuando el
pasado se desdibuja y el futuro no es ni siquiera un esbozo. Yo estoy
escarranchada en ese preciso momento. Ya no es necesario contener el vértigo de
las ideas, así que he decidido dejar que se deslicen por mi apergaminada frente
y que apoyen un pie en las cejas, hasta llegar al teclado. Quiero llenar y
estirar mis presentes horas de útiles quehaceres, de sustancia, de sonrisas, de
silencios en los que pueda rumiar mis pensamientos, de silencios compartidos,
de silencios amurallados, sentarme plácidamente en una pirámide de silencio
para hacerme oír con más fuerza que a través de gritos o de palabras.
Y vivir sin estridencias, y dormir sin
pesadillas, y llorar de emoción, y reír con descaro, y morir de amor. Y no caer
en el error de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque lo mejor lo
tengo ahora, cada día, cada semana, cada curso, cada cana.
O tal vez esté por venir.
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