Ya estoy donde quería. He madrugado sin
atisbo de pereza, para terminar de recoger lo necesario, y dejar a los que se
quedan lo que creo les facilitará mi ausencia. He conducido con alegría los
trescientos kilómetros que me distancian de mi refugio, y he llegado con tiempo
de saludar a mis amigos y darme un par de baños antes de comer. Tengo por
delante un agosto que necesito tanto como creo que me pertenece en justicia. He
sido muy aplicada este curso, he trabajado duro en el colegio y en casa, y los
resultados han sido altamente satisfactorios.
Cuando faltaba poco trayecto para llegar,
he advertido que ya no huele a mar como antaño. Recuerdo mis vacaciones en la
infancia y en la juventud, y cómo la señal inequívoca del término del viaje a
la playa era un inconfundible olor a yodo y a sal, que yo respiraba a grandes
bocanadas bajando los cristales de las ventanillas del coche, y que quedó
tatuado en mi pituitaria por los siglos de los siglos. Por algún motivo, que
intuyo, la cercanía al mar ya no huele como entonces, y bien que lo siento,
porque constituía para mis sentidos, sobre todo para mi olfato, un indescriptible
placer que en la actualidad no disfruto.
Pero quedan otros: mis desayunos en la
terraza contemplando los azules continuos del mar con el cielo; mis inmersiones
solitarias a primera hora de la mañana entre olas que me arrullan con su gélido
abrazo; mis placenteras lecturas vespertinas, apurando hasta el último rayo de
sol, siguiéndolo en su diario juego del escondite, tras los edificios vecinos
por el oeste; las dulces madrugadas al raso, bajo un techo de Perseidas
juguetonas; los paseos hasta la feria del libro, sorteando un mercadillo
salpicado de ruidosos veraneantes; las sesiones de películas en el cine de
verano, degustando un delicioso bocadillo casero y una lata de cerveza bien
fría; las raciones de gambitas y de pescaíto, o las coquinas que me salen para
chuparse literalmente los dedos… Grandes
placeres –o pequeños, según quien los
considere- que aprecio en su justa medida, que anhelo durante todo el año y
disfrutaré a dos carrillos estos próximos treinta días.
Y, como en los años anteriores, hoy el
post lo dedico al “juego de las
diferencias” que comencé en 2.010, año en el que cumplí los 50. Consiste básicamente
en encontrar los estragos que el calendario inflige a mi añosa anatomía, con
el soporte de unas cuantas fotografías, tomadas cada verano en el mismo rincón
de mi terraza, y que no están retocadas digitalmente, como no podía ser de otra
manera, porque perderían la gracia y la transparencia de las que el juego
presume con arrogancia.
Si bien es verdad que a muchos de los que
estáis leyendo mi blog os importa un bledo, -estáis en vuestro derecho- y aún a
riesgo de parecer egocéntrica, lo publico porque para eso yo mando en esta
página, y al que le parezca irrelevante, que no lo lea. No todo lo que escribo
tiene que ser serio, místico, reivindicativo, poético o tragicómico. Esto es
una chorrada, y lo asumo. Ahí va el documento gráfico.
Foto 1- Año 2.010: 50 años.
Foto 2- Año 2.011: 51 añazos.
Foto 3- Año 2.012: 52 tacos.
CONCLUSIONES FINALES.
1- A la vista está que “a quien madruga, Dios lo arruga”. Tendré que replantearme esta
cuestión.
2- Diríase que si “a palabras necias, oídos sordos”, también entenderíamos “a imágenes patéticas, gafas de corcho”,…o
algo así.
3-
Estoy a punto de entrar a formar parte del club “Plañideras sin fronteras”, después de
este post.
4-
Decididamente, “si lo sé, no vengo”.
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