Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

jueves, 26 de julio de 2012

Siesteando

     Durante las horas propias de la siesta, el aire denso cae sobre cada poro de la piel, cubriéndola, rezongón, y multiplicando la fuerza de la gravedad hasta ralentizar los torpes intentos de movilidad de cada músculo de la anatomía. Es un dejarse llevar por una pereza pegajosa, con la que es misión imposible batirse en duelo. Lo más adecuado es meterse en la cama, con camisón y Ave María, pero nunca he tenido esa costumbre, salvo escasas excepciones, aunque reconozco que mis huesos lo agradecerían.

     Estos días los estoy dedicando a poner orden en aquellas cuestiones domésticas que, por mis múltiples ocupaciones durante el curso, están aparcadas. Durante varios días he estado podando la madreselva que hace las veces de medianera con la parcela contigua. Como soy más del campo que S. Isidro y más bruta que un arado, me he dejado las manos y las uñas penosas, aún usando guantes, y los brazos y las piernas llenos de arañazos. Sin mencionar los dolores musculares del movimiento repetido indefinidamente al cortar con la tijera, que por si fuera poco no está en óptimas condiciones de uso. Lo peor es deshacerse de la fusca, porque con estas temperaturas hacer un fuego es una temeridad que puede costar muy cara. Así que, hay que llenar la carretilla hasta límites insospechados, transportarla hasta el contenedor más cercano procurando no ir regando los restos por el camino, y vaciarla como buenamente se puede mientras pisas la palanca de la tapa con un pie. Toda una odisea si se hace en solitario, mucho mejor si cazo a lazo a alguno de mis maromos para repartir el esfuerzo, y no siempre está alguno disponible. Ya se sabe: he quedado con los colegas, me voy a la piscina, viene mi novia a recogerme, y un sinfín de etcéteras.

     Hoy le he dado una tregua a las labores de jardinería. No me apetecía autocastigarme de nuevo. He sacado reliquias de los armarios, que estaban condenadas al látigo de mi indiferencia desde tiempos inmemoriales, para ver si alguno de los trapos merecía un indulto de su condena, ser debidamente reciclado y modernizado, y sacado en una segunda oportunidad a las pasarelas del día a día de la calle. No ha podido ser por esta vez, y las perchas han vuelto a colgar su pertinaz melancolía en la atiborrada barra del ropero, después de airearse un rato por la antesala del fin del calendario maya.

     Y entre pitos y flautas, se ha ido la tarde. Y la noche se ha hecho hueco parsimoniosamente. Un día menos para mi vuelta al refugio. Ya está cerca, casi puedo sentir el susurro de su magnética llamada.

Cae el telón. Las sombras ocupan los asientos sigilosamente...


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