"París, bien vale una misa", dijo el hugonote Enrique de Borbón, que optó por convertirse al catolicismo para poder reinar. Significa que se renuncia a algo para obtener aquello que verdaderamente se desea. Pero los Gómez y sus partenaires no hemos renunciado a nada para disfrutar de un viaje largamente deseado y planificado, en el que decidimos embarcarnos los ocho con toda la ilusión del mundo.
Hemos tenido el privilegio de contar con mi cuñada Conchi que, tras muchos años organizando viajes a París con sus alumnos, se sabe todos los vericuetos de autobuses, trenes, metro, entradas a museos, conoce cada zona y cada calle, y por si fuera poco ha ejercido de intérprete en hoteles, restaurantes y visitas culturales, con su francés fluido y actualizado gracias a que imparte ese idioma en Secundaria.
Nos fuimos a Madrid un día antes del vuelo de ida, porque salía temprano y queríamos evitar imprevistos y prisas, repartidos en dos coches que una empresa previamente contratada custodiaría durante nuestro viaje. Reservamos hotel en Barajas, de manera que por la mañana el trayecto hasta la T4 sería más rápido y directo. Ese preámbulo de nuestras vacaciones lo pasamos distendidamente, comiendo, tomando una copita y cenando tranquilamente en los veladores de una céntrica plaza de Barajas. Por la tarde vino a hacernos compañía mi sobrina Marta, hija de Conchi y Perico, que vive en Madrid.
Y ¡empezó nuestra aventura! Los ocho íbamos como colegiales en su excursión de fin de curso.
Una vez en París, en el mismo aeropuerto, compramos una tarjeta de transporte y una tarjeta para los museos. Nos subimos en el metro, y fuimos protagonistas de una anécdota: una cantante callejera comenzó a cantar boleros y, como para nosotros eran conocidos, nos arrancamos a cantar con ella, incluso a dar unos pasos de baile, mientras los viajeros nos miraban sorprendidos y divertidos.
Dejamos las maletas en nuestro céntrico hotel, que fue antaño la casa de Sigmund Freud, y nos fuimos a comer a los Jardines de Luxemburgo, que estaban cerquita del alojamiento.
Por la tarde, visita al Palacio de los Inválidos y a la tumba de Napoleón.
Tras varios trayectos en autobús, pasamos por el puente de Alejandro III, y de allí al Centro Pompidou. Después de visitar las obras expuestas, nos tomamos una cerveza en su terraza, con unas espléndidas vistas.
Por la noche, fuimos a cenar al barrio latino. Después de un día tan completo, cansados de andar y del viaje, nos fuimos a dormir exhaustos. Al día siguiente, despues de un café y unos croissants calentitos, cogimos un autobús y después un tren de cercanías para llegar a Versalles, donde nos esperaban unas colas interminables para entrar.
La espera mereció la pena, sin duda alguna: la famosa "Sala de los Espejos", los infinitos jardines de palacio...
Mane se negó a seguir y se tumbó mientras los demás recorrimos "Le petit Trianon", un lugar de ensueño.
Inolvidables vistas y momentos. Volvimos en tren y cenamos en los alrededores de nuestro hotel, muy cerca del Panteón.
Esa noche nuestros muchachos hicieron buenas migas con Yazid, el dueño de un local -La Gueuze- en el que cenaron un pato delicioso, y remataron con unos cubatas a un precio pactado, bajo la promesa de volver allí cada noche durante nuestra estancia en París.
Por fin tocaba visitar el Louvre. Un día no basta para conocer todo el museo, pero hicimos lo que pudimos, seleccionando las obras que más nos apetecía disfrutar. Por cierto, la Monna Lisa fue vista y no vista. Apenas nos permitieron mirarla, tal era la cola que esperaba impaciente para pasar delante del pequeño retrato de Leonardo da Vinci. Cuando estuve hace algunos años pude admirarla sin límite de tiempo, la premura de hoy en día es inadmisible para los que esperan tanto con la ilusión de verla.
Después caminamos hasta el Arco del Triunfo, y subimos hasta su terraza, para deleitarnos con sus espectaculares vistas de toda la ciudad, subiendo y bajando por una interminable e hipnótica escalera de caracol.
Como no podía ser de otra manera, nos dimos un romántico paseo por el río Sena, que nos permitió dar una tregua a nuestros sufridos pies mientras admirábamos los edificios a orillas del río con una extraordinaria perspectiva. Desoladora la imagen de la catedral de Nôtre Dame tras el desafortunado incendio.
Y, tras el paseo fluvial, ¡la Tour Eiffel!
En el descenso, paramos a tomar una cervecita en una cafetería ubicada en mitad de la torre, con una parte de suelo transparente, cuya sola visión da una impresión de vértigo...
Una vez a ras del suelo, nos encaminamos a la Plaza del Trocadero para esperar el encendido de luces desde un marco incomparable, y bajo los acordes de un violín.
Un nuevo día, nuevas visitas: Museo Orsay.Salas y salas para inundar nuestras retinas de arte.
Camino de la siguiente visita pasamos por el conocido "Puente de las Artes", donde nos hicimos algunas fotos.
De la Sainte Chapelle me llamaron poderosamente la atención sus magníficas vidrieras policromadas.
Y de allí al Sacre Coeur, al que accedimos en un funicular, y cuyos mosaicos no olvidaremos fácilmente.
Dimos un bonito paseo por Montmartre, el barrio de los pintores, el más bohemio de todo París, en cuyas pequeñas calles adoquinadas se concentra el mayor número de artistas que exponen y venden sus obras en plena vía. Hicimos algunas compras y nos tomamos un aperitivo sentados en unos veladores.
Pasamos por la fachada del famoso local de cabaret "Le Moulin Rouge", en ese mismo barrio.
Cansados del trasiego de otro intenso día, fuimos a cenar cerca del hotel, al restaurante de nuestro ya amigo Yazid, incluído el cubata con precio pactado a los postres, que después de varios días ni se molestaba en servir, sino que nos traía a la mesa la botella para que cada uno mezclara la copa a su gusto, tal era la familiaridad con la que nos trataba.
No podíamos venirnos de París sin entrar en la Ópera. Como tantos otros sitios y como no podía ser de otra manera, ma-ra-vi-llo-sa.
Estábamos exprimiendo las últimas horas de nuestra estancia, y nos dimos una vuelta por las "Galeries Lafayette", y seguidamente por la Place Vendôme, donde se ubican las tiendas con ropa de marca mas pijas de todo París.
Ya solo quedaba recoger las maletas de la consigna del hotel, comer y tomar un café con Yazid a modo de despedida. Nos regaló varias botellas de vino mientras nos abrazaba uno por uno diciéndonos: ¡au revoir, bon voyage!
Hicimos dos trayectos en tren, con trasbordo incluído, hasta el aeropuerto de Orly, desde donde iniciamos la vuelta a Madrid. La empresa que nos guardó los coches nos los llevaron a la terminal, y desde alli cuatro volvimos a Badajoz, y otros cuatro prefirieron hacer noche en la capital.
Un viaje muy especial, no solo por el lugar elegido, sino por la compañía de personas tan afines y tan queridas: los hermanos Gomez González-Castell y sus respectivas parejas. O lo que es lo mismo, por orden de edad: Mane G. y Maribel, Conchi G. y Perico, Paci G. y Alonso, David G. y Esther.
¡Gracias, Conchi, por habernos guiado por sitios tan fantásticos! ¡Gracias, familia!
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