La calma de la madrugada inunda
la habitación. Llega con nitidez, como un estribillo, el murmullo de las olas.
El chirrido estridente del cierre metálico de la panadería de la esquina rompe
el silencio, como cada mañana, e invita a desperezarse. Desprecintar un nuevo
día en este entorno resulta altamente gratificante.
Huele a café recién hecho. La
primera tarea consiste en mirar el horizonte desde la terraza, barnizar las
retinas de una inmensa paleta de azules y llenar los pulmones del aire fresco
que engalana la brisa marina. Comienzan a decorar la calle los primeros
transeúntes: unos portan pan recién salido del horno, otros la prensa bajo el
brazo, cada vez más pasan corriendo con su atuendo deportivo a la última moda,
algunos se dan los buenos días desde un balcón a otro, interesándose por
asuntos de familia o comentando las previsiones meteorológicas… En menos tiempo
del que se tarda en degustar un café, la rutina veraniega bulle alrededor como
un torbellino.
En la playa, a lo lejos, se
distinguen paseantes, algunos con sus perros, pero la arena no está salpicada
aún de sombrillas multicolores ni de risas y juegos de niños. Es el mejor
momento del día para disfrutar de piscina privada tamaño XXL, y hacer unos
largos sin prisa, sin obstáculos, en comunión con el mar, al calor de su gélido
abrazo. Cuando María llega a la orilla, ya están allí sus fieles amigos,
sentados bajo la primera sombrilla que puede divisarse en toda la playa, al
abrigo de los todavía tímidos rayos de sol. Tras el cordial saludo de cada
jornada, el primer baño. Ellos siempre se quedan velando por su seguridad,
vigilantes si tarda en volver a la toalla, guardianes cuando se aleja nadando
distraída, casi como unos padres pendientes de su niña. Más tarde es Diego
quien cata el agua y nada serenamente, sin alejarse demasiado, aunque la
temperatura esté por debajo del nivel de lo agradable para el común de los
mortales, como corresponde a esta zona pre atlántica. A él siempre le parece
que está estupenda, aunque corte la respiración. Y seguidamente, se acerca a
Carmen, su mujer, para ofrecerle su mano y acompañarla hasta la orilla,
sujetándola muy bien al atravesar el rompeolas, para evitar que pierda el
equilibrio, y permanece con ella mientras se baña para llevarla del brazo
también a la salida.
Es una pareja entrañable.
Enternece verlos cogidos de la mano o tomando un helado en un velador, después
de haber celebrado sus bodas de oro. Unidos, compenetrados, cómplices durante
toda una vida.
Hace dos veranos que Diego sufrió
una aparatosa caída a la orilla del mar. Podría no haber tenido más importancia
que un mal paso sobre la traicionera e irregular superficie de la arena, pero
María tuvo en aquel instante un mal presagio. El verano pasado les echó de menos.
Ya no bajaban a la playa a primera hora, ni se retiraban sobre las doce, cuando
el sol empieza a ser más dañino. La salud de Diego se veía mermada, precisaba
ayuda para caminar el que antes ejercía de lazarillo, y en esas condiciones, a
ninguno de los dos les apetecía dejarse ver, aunque solo fuera por prudencia.
Tuvieron que renunciar con resignación a una de sus rutinas favoritas.
Con su ausencia, María añoró la
estampa que la había acompañado tantos veranos, y rezó calladamente por sus
incondicionales amigos, con la esperanza de verlos restablecidos, de nuevo en
la primera línea del mar y de su vida. Pero no pudo ser.
Un año más, el calendario ha
peregrinado hasta llegar al mes de julio. Y una vez más, el verano vuelve a
ubicar a María en ese pueblecito costero colmado de luz, con su calma de
madrugada, con el estribillo de las olas sobre su almohada, el chirrido del
cierre metálico de la panadería dinamitando el silencio adormecido, y la
conduce a esa borrachera de azules sobre sus ojos, a ese aire fresco mientras
se toma un estimulante café, al progresivo bullicio callejero observado a
hurtadillas desde su terraza. Baja las escaleras de su ático con su toalla y su
silla, y en los escasos cien metros que la distancian del mar nota que la
asalta un inexplicable desasosiego. Durante estos meses que su vida transcurre
ajena a sus amigos de temporada, ha espantado en más de una ocasión
pensamientos negativos que han llegado a
inquietarla. Carmen y Diego son mayores, y eso le hace caer en la cuenta que
algún día ya no estarán al tanto de sus inmersiones ni esperando que salga del
agua.
Desde la primera pisada en la
arena, María advierte la ausencia de la estampa que, verano tras verano, ha
tatuado en su memoria. Mira nerviosa a su alrededor, inspecciona dentro del
agua, vigila el camino de acceso a la playa, pero está sola.
Cuando ya el sol es dueño del
cielo y la playa un hervidero de bañistas y veraneantes, toca batirse en
retirada. Es entonces cuando alguien conocido se acerca y da una explicación a
sus interrogantes. Diego ya no volverá. Ya no se dará ningún otro baño con el
agua helada, ni llevará a Carmen de la mano para protegerla, ni clavará la
sombrilla como el que pone una pica en Flandes, ni estará pendiente de María
como si de su hija se tratara. Un tumor cerebral fulminante e inoperable lo ha
montado en la barca que cruza la laguna Estigia.
Al tiempo que Carmen llora
desconsolada la ausencia de su compañero, María imagina a Diego sonriendo con
benevolencia a su mujer, mientras aguarda con impaciencia volver a fundirse con
ella en un abrazo eterno.
El relato es verídico en parte. Diego y Carmen son personas que conozco, aunque a él ya no le veré más en mi retiro playero. Una parte de la historia está novelada, pero la esencia es auténtica. Descanse en paz este buen hombre y que sea llevadera su ausencia para Carmen y el resto de su familia.
ResponderEliminarPublicado por el Ayuntamiento de Badajoz en la antología "El Vuelo de la Palabra. Cuento" 2022.
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