En el sosegado aire de mi consolidada madurez me asaltan los recuerdos de una vida que ensaya hacerme creer que no me pertenece. Los días declinan uno tras otro y los años terminan por desbordarse unos sobre otros. Cada nuevo día se va deslizando por el tobogán de mi rutina, dando el pistoletazo de salida a un nuevo amanecer, gemelo del anterior, aunque yo me empeñe en disfrazarlo.
Este insulso día laborable de enero cumple mi hijo Alberto 26 primaveras. Para él es el inicio de un proyecto de vida que ya está encauzado por una ancha avenida de parabienes. Para mí es la constatación del paso de un tiempo que se me antoja ajeno, aunque las evidencias sean tan claras frente a un despiadado espejo como frente a un repaso de memoria a los acontecimientos más relevantes de mi pasado remoto y más reciente.
Mi legado más valioso para él, como para sus hermanos, es mi testimonio de vida. Deseo que sepa administrarlo con rectitud, honestidad y suficientes dosis de alegría.
Ahora que el color de la tarde se ha desvanecido y los semáforos se empeñan en regular un tráfico cansino, deambulo al lado de los coches que ya duermen en las aceras, dejando que mis recuerdos brillen en medio de la oscuridad. Pero la bocina de un coche irrumpe en mi particular y privada atmósfera, haciendo añicos el silencio de mi memoria.
Y salgo de mi ensoñación como cuando el bebé que dormía en su cuna, junto a mi cama, hace 26 años, reclamaba mi atención de joven madre cada madrugada.
¡Feliz cumpleaños, Alberto!
No hay comentarios:
Publicar un comentario