Nada ha cambiado.
Salió el sol como de
costumbre, iluminando con descaro las primeras horas, hasta cegar mi absurda
tristeza.
Nada ha cambiado.
Mi espejo me escupe a la
cara que soy la misma de ayer, la misma de siempre. He caminado pisando las
huellas frescas del pasado, como un tren decimonónico sobre raíles desgastados.
Nada ha cambiado.
El ritmo del viejo reloj
de pared permanece impasible e inmune al desaliento, como mis largos suspiros.
La mañana se viste de
silencio y arropa los sueños, arañados por los cristales de los excesos
encadenados.
Soy la misma que
contempla el milagro de cada amanecer con admiración y sorpresa,
la misma que llora por
dentro al tiempo que esboza una sonrisa en la cara,
la misma que olvida
desaires para seguir viviendo,
la misma que lucha con
todas sus fuerzas por tirar del carro de las obligaciones autoimpuestas,
la misma que cree en el amor por encima de
todas las cosas.
Nada ha cambiado.
Pero ya nunca nada
volverá a ser lo mismo.
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