Está bien celebrar a lo grande, y de eso tienen máster los integrantes de la familia del cine español. Da gusto verlos llegar a la entrega de los Goya, pisando con garbo la alfombra roja y posando para el resto de los mortales con su mejor sonrisa y sus mejores galas.
Cuando empieza el reparto de estatuillas, los discursos de los homenajeados oscilan desde la letanía de obligados agradecimientos a las reivindicaciones profesionales, pasando por los incontrolados llantos, los transitorios estados de ansiedad y la mal disimulada incredulidad al obtener tan inmerecido galardón.
Todo un abanico de hipocresía pintado a mano con un barniz de espontaneidad, amén de un rosario de presentadores monologuistas pretendidamente divertidos, pero verdaderamente patéticos. No me extraña que el “ministro de anticultura” alegase problemas de agenda para justificar su ausencia, porque le habrían llovido reproches como peñascos.
Los actores se resisten a interpretar el papel de “hijos de la crisis”, y reivindican subvenciones que les permitan seguir con su tren de vida, sin querer percatarse que los demás han tenido que abrir nuevos agujeros en su cinturón para que los pantalones no se les caigan hasta los tobillos.
Muchas familias llenarían su nevera con el presupuesto en ropa, zapatos, joyas, peluquería y maquillaje de los que llenaron el patio de butacas en tan chiripitifláutico evento.
Publicado en "Cartas al Director" del diario HOY el martes 11 de febrero de 2.014.
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