Reloj
- “Alexa, pon música de boleros.”
Dócil y condescendiente, el deseo se convirtió en una orden satisfecha. En unos segundos, comenzaron a sonar los acordes envolventes de una antigua canción, cargada de reminiscencias juveniles.
Él la abrazó con ternura y ella se dejó llevar por el suave vaivén, con los ojos cerrados. El tiempo estuvo suspendido mientras se fundían en un sensual y aletargado compás, un cuerpo a cuerpo sin principio ni fin, sobre una única baldosa.
En la quietud reinante en aquella casa tan grande, vaciada ya de los hijos que la habían habitado, resonaba una melodía que traía la magia de la eternidad de la mano de una efímera, pero grandiosa e indescriptible, felicidad.
Su mano derecha, grande y masculina, abarcaba cuidadosamente la cabeza de ella, apoyándola sobre su pecho, mientras mesaba su pelo argentado y le besaba las sienes. Con la izquierda le estrechaba el talle, apretándola con delicadeza, para alejar los fantasmas del mareo.
“Reloj, detén tu camino, porque mi vida se acaba. Ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada…”.
Días atrás se había sentido mal. El suelo dejó de ser firme para sus pasos inseguros y el techo entraba en una espiral de turbulencias cuando lo miraba. Vértigo, le diagnosticaron. Pero penosas e interminables pruebas médicas acabaron definiendo una fatídica e irremediable conclusión, haciendo que se desvaneciera cualquier posibilidad de reacción.
“Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer. Ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez…”.
Por ese instante mereció la pena haber nacido, en ese preciso instante estaba concentrado el verdadero sentido de su existencia, ese puntual momento dejaba atrás todos los sufrimientos. Aquella melodía marcaba a fuego el final de un camino que habían recorrido, hombro con hombro, hasta la meta.
- Abrázame fuerte, no me sueltes. No tengo miedo si te siento cerca, si tú me sostienes con tus manos. Cántame al oído.
“Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca”.
Dejó de sonar la música y se instaló un doloroso silencio.
Ella se escurrió lánguidamente entre sus brazos. Ya no se escuchaban las notas de ningún bolero; solo se oía el llanto ahogado del adiós en aquella casa tan grande y, ahora, tan inmensamente vacía.
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