Ahora sé que estaba equivocada.
Cuando era muy joven creía que acabar mis estudios era la clave de la felicidad
que buscaba. Tener novio, trabajar, casarme, construir mi propia casa, tener
hijos, comprar un coche… Más tarde creí que la felicidad llegaría a pleno
rendimiento cuando mis hijos volaran del nido para emprender su propio camino.
He comprendido que no, que la felicidad estuvo cada día al alcance de mi mano y
no supe verla. Me ha costado años entender con claridad que la felicidad, la
verdadera felicidad, esa que te empapa como una esponja, está en un abrazo
apretado, en una palabra amable, en una sonrisa cómplice, en un te quiero
susurrado al abrigo de las sábanas, en una canción repleta de buenos recuerdos,
en la lectura de un libro a la orilla del mar, en la satisfacción de una tarea
hecha con esmero, en un amanecer o en una puesta de sol…
Lástima haber estado
ciega durante toda la vida, porque ¡cuántos momentos de felicidad no he
saboreado esperando encontrarla en el sitio equivocado…!
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