No tenía comida hecha, pero sí
bastante prisa, porque debía ir a trabajar por la tarde otras tres horas. Abrí
el frigorífico, y descubrí masa de hojaldre que ya casi había olvidado que
compré la semana pasada. De esos productos sin programar que echas en el carro
“por si acaso…” Pensé: le pongo encima tranchetes y lonchas de pechuga de pavo,
enrollo y corto en rodajitas, al horno, y ¡ricas palmeritas saladas!
Al abrir la masa me percaté de
que no era rectangular, sino redonda. Las palmeritas se consiguen mejor con el
hojaldre rectangular, pero aun así la cubrí con el queso fundido, encima
lonchas de pavo, y embadurné toda la base con tomate frito casero.
Abrí de nuevo el frigorífico para
servirme un cerveza mientras preparaba la comida, y ¡oh, sorpresa! En una balda
tenía un tarro de cristal hermético que contenía la carne picada guisada que
sobró de los spaguettis del día anterior. La repartí por encima del tomate. Yo
soy de las de “cocina de aprovechamiento”.
Llegados a este punto, enrollar
parecía una misión imposible con tanto condumio, así que desprecinté otra masa
que me quedaba (seguro que compré un 2x1, de otra forma no me lo explico…), y
decidí cerrar el invento a modo de empanada, después de puestos… Pero antes,
añadí unas tiras de pimientos asados, que seguro le daría jugosidad.
Sellé los bordes, pinché unas
cuantas veces la masa superior, y pinté de huevo batido mientras el horno se
calentaba. Cada cual conoce las virtudes y las limitaciones de su horno, yo lo
puse a 180 grados, y saqué la empanada cuando la vi doradita, unos 15 minutos
aproximadamente.
Una delicia para los sentidos,
porque entraba por los ojos, olía a gloria bendita y se desbarataba en la boca
en una riada de emociones indescriptibles, cuando además estábamos a esas horas
muertos ya de hambre. Dimos buena cuenta de ella, con una copita de buen vino
de mi tierra extremeña, y me fui a trabajar más contenta que unas pascuas…
¡Con qué poquito podemos ser
felices…!
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