Pavesas del pasado
Cayó al vacío en medio del caudal
de agua de una inmensa catarata. Un recorrido de vértigo que, sin embargo,
disfrutaba como si de una divertida montaña rusa se tratase. El impacto con la
superficie del lago, que recogía finalmente hasta la última gota de agua de tan
paradisíaco manantial, fue gratificante y nada traumático. La temperatura del
agua acariciaba cada centímetro de su piel, de los pies a la cabeza.
Transcurridos los primeros
instantes de indescriptible experiencia, se dio cuenta que necesitaba respirar.
Pero estaba en lo más profundo del foso, y por más que se impulsara hacia
arriba, no llegaría a tiempo a la superficie.
Aguantó unos segundos más antes
de rendirse a la evidencia. Inspiró lenta y profundamente, cerrando los ojos en
su último aliento. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando al abrirlos de nuevo
constató que era posible respirar bajo el agua, y con la ilusión de una niña en
la mañana de Reyes, respiró y respiró, inflando el pecho, riendo y manoteando
mientras ascendía por el camino hacia la luz.
Fue entonces cuando algo comenzó
a soliviantarla, mientras ella intentaba zafarse de aquel engendro que le
impedía seguir saboreando su sorprendente descubrimiento. Se tapaba la cabeza
para evitar que se le acercara, pero el zumbido era cada vez más persistente.
Tenía que cubrirse de alguna manera, la luz ya se veía cerca. Tiró de la
sábana, removiéndose en la cama, cuando se percató que había sido un sueño,
truncado por un antipático mosquito mañanero.
Miró el despertador de la mesita
de noche: eran las 7:30, y el sol se abría camino a pasos agigantados por el
levante.
Aunque era algo temprano para
iniciar la jornada veraniega, pensó aprovechar la coyuntura para dar un repaso
al trastero, que desde hacía algún tiempo pedía a gritos una evacuación.
Tomó café mientras tomaba
contacto con la realidad y desconectaba de la ficción onírica. En cuanto abrió
la puerta y encendió la tenue luz que emitía una triste bombilla colgando del
techo, le asaltaron unas ganas irrefrenables de cambiar de planes. El pequeño
habitáculo estaba literalmente atiborrado de cachivaches, inmersos en el caos
resultante de remeter cualquier trasto de cualquier manera, con tal de quitarlo
de en medio. Dos tablas de skateboard, grandes bolsas por las que asomaban
edredones de plumas, unas botas altas junto a varios pares de botas de
senderismo, dos sacos de dormir, una caja de herramientas, un antiguo cabecero
de cama, varias maletas de distintos tamaños, cajas de cartón en los estantes…
Se quedó bloqueada ante ese
maremágnum, sin saber por dónde empezar. Llamó su atención una pila de
apuntes, que atesoraba desde su época de
universidad, en carpetillas de plástico, algunos encuadernados primorosamente,
otros en libretas con pastas de cartón… Al moverlos de sitio, salió disparada una
pequeña agenda, que vino a parar a sus pies, empapando de sombras de
reminiscencias juveniles el frágil momento. Era de antes de la carrera, justo
del curso anterior. La recordaba de manera vaga, e instintivamente comenzó a
hojearla.
Los recuerdos la asaltaron a
traición. En cada página podía leerse una tarea o un propósito diario, escrito
de su puño y letra. Siempre le habían alabado su caligrafía, de trazo suelto y
letra perfectamente legible, de impecable ortografía, en la que no faltaba ni
una tilde, ni el travesaño de ninguna t, ni los puntos sobre las íes, ni una
coma, paréntesis, signo de admiración, interrogación, o ningún otro signo de
puntuación que el escrito precisara.
Día 5. Diseñar mi vestido para la feria y llevarle la tela a
la modista.
-Debajo, el dibujo a mano alzada
de un vestido visto de frente y de espaldas, con notas laterales sobre detalles
explicativos con respecto al escote, las mangas y el coqueto adorno de la
cintura-
Día 15. Ensayar en casa la actuación del sábado con el grupo
de folk. No olvidar comprar la 1ª cuerda de la guitarra, que se rompió el
jueves. Llegar a un acuerdo firme sobre el orden de los temas. ¡Comprar miel
para las gárgaras!
Día 21. Llamar desde una cabina a JL. Hacer acopio de
monedas. Guion escrito del monólogo.
Un nudo le apretó la garganta al
leer las siglas, similar al que notó cuando vio su esquela en el periódico años
atrás, sin saber siquiera de su enfermedad.
Soltó la agenda y salió de aquel
cuchitril a despejarse un poco en la terraza. Se detuvo ante el espejo del
pasillo y no le hizo la pregunta de la mala del cuento de Blancanieves, pero sí
le interrogó con descaro y con escepticismo:
-¿eres tú…?
Ante la impasibilidad del espejo,
que se limitó a devolverle su propia imagen, se sentó en una silla, mirando el
horizonte sin verlo, al tiempo que buceaba en las pavesas del pasado que
revoloteaban a su alrededor.
¡Ay, aquellas viejas cabinas
telefónicas, que permitían llamar anónimamente…! Todo un privilegio, casi
imposible a día de hoy, con nuestros inteligentes artefactos que identifican,
ubican y casi analizan nuestras constantes vitales a través de algunas
aplicaciones. El único problema por aquel entonces era quedarse sin monedas y
que la conversación se interrumpiese a medias. Teniendo monedas de cinco duros
para empezar, y unas cuantas de cinco pesetas para ir alargando la llamada lo
que fuese necesario, asunto solucionado.
El factor sorpresa era crucial.
Había que pillarlo desprevenido, tenía que quedarse callado, escuchar con
atención aquella voz susurrante confesándole su amor, dejándole con la intriga
emocionante de averiguar quién se declaraba esclava de su corazón. Un papelito
doblado cuatro veces con el texto escrito, para esquivar los nervios, para que
ningún sentimiento se quedase en el tintero, para volcar en esas palabras toda
la pureza contenida secretamente en su alma adolescente.
Con la firme determinación de
llevar a cabo su propósito, entró sola en la cabina de una esquina lejana a su
casa, para evitar que algún conocido pudiera observarla.
Era la hora de la siesta de un
mes de julio, en que las avenidas de la ciudad están desiertas y ninguna
persona cabal se expone a derretirse entre sus propios fluidos, con 40 grados a
la sombra. Las calles parecían un cementerio de coches aletargados, convalecientes
de una canícula pertinaz e inmisericorde.
Sola, completamente sola. Aunque
le temblaban las manos y las piernas y el corazón le saltaba en el pecho,
desparramó las monedas en el poyete para irlas depositando a medida que la
cabina se las tragara; desdobló su papelito y marcó cuidadosamente con su dedo
índice en la rueda el número de
teléfono, que llevaba apuntado y subrayado en su memoria.
-¿Diga…?
Era él. Sin lugar a dudas, era su
voz. En eso también tuvo suerte, podría haber contestado otro interlocutor, y
habría tenido que colgar, perdiendo esos primeros cinco duros.
-¿Dígame…? –repitió con
impaciencia.
A partir de ese momento, en que
ella comenzó a leer el papelito con parsimonia, él se limitó a escuchar,
obedeciendo dócilmente las instrucciones que le iba dando. Ella, con una voz
impostada, imposible de reconocer, le iba susurrando el mensaje que tenía
preparado. Se intuía la respiración entrecortada al otro lado del teléfono, y
el silencio envolvente solo se quebraba cada vez que caía una nueva moneda. Ese
era el único gesto de autenticidad en aquella situación surrealista.
Fueron unos minutos en los que el
reloj se detuvo en seco, haciendo del tiempo una coordenada volátil, efímera y
eterna al mismo tiempo. Él aguantó estoicamente, y sin pronunciar palabra, un
silencio interminable tras la sincera declaración de despedida, un “te quiero”
con el que ella puso punto final a su monólogo, colgando el auricular sin
prisa.
Recogió los duros sobrantes,
dobló el papelito cuidadosamente, y volvió a casa sobre sus pasos sin que nadie
advirtiera su premeditada maniobra. Nunca lo comentó con nadie. Escondió la
chuletilla entre sus papeles, y hasta hoy no había sido indultada de su
cautiverio.
Un suspiro coleó en el aire como
estrambote a sus evocaciones, con la mirada perdida más allá de la barandilla
del balcón de la terraza. Le pareció ver su sonrisa en aquella caprichosa nube
que colgaba del azul del cielo.
Ya invadía la mañana el murmullo
de la rutina, cuando salió de casa huyendo de la nostalgia con la que sin
querer se topó en aquel lúgubre trastero. No encontró las fuerzas necesarias
para afrontar la tarea que había emprendido temprano con decisión. Tal vez
debería retomar su metódica y antigua costumbre de anotarlo todo para llevarlo
a cabo.
Tal vez.
Este relato ha sido premiado y publicado en el mes de mayo en la antología "El Vuelo de la Palabra: el Cuento en Extremadura en 2017", por el Excmo. Ayto. de Badajoz.
ResponderEliminarEste relato fue publicado en "El Vuelo de la Palabra:el Cuento en Extremadura en 2017" bajo el título "Serendipia".
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