Cogería el coche y huiría lo más
lejos que pudiese. No sé en qué dirección, ni siquiera estoy segura del motivo.
No quiero ni pensarlo, me da pereza. Solo escapar, regocijarme en el trayecto
de ir a alguna parte, a donde sea, pero muy lejos. Y quedarme en ese lejano
destino hasta la vuelta al colegio en enero, aunque haya que subir la cuesta.
Sola, sin ruidos, sin luces de colores, sin risas postizas, sin amabilidades
forzadas, sin copiosas comidas, sin obligados regalos, sin modelitos de fiesta,
sin ebrios ocasionales y no tan ocasionales en mi entorno, sin tópicos odiosos.
Sola, para dar largos paseos, o correr para seguir huyendo, asistir al
amanecer, bailar bajo la lluvia, llorar ante el crepúsculo, leer un buen libro,
escribir unos versos, gritar al infinito, volar sobre una nube, soñar una
locura, reír sin miramientos, alimentarme de silencios.
Huir. Huir de
protocolos, de cumplimientos, de imperativos sociales, de despilfarros, de
hipocresías, de frivolidades, de injusticias, de escenarios de miserias. Huir
como la cobarde que soy.
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