Confesiones a mi teclado.
Yo no entiendo de
macroeconomía, pero en lo concerniente a economía doméstica, me autoproclamo
doctora “honoris causa”, como muchas de las que ahora estáis leyendo estas
líneas. En ese sentido, con los años y las enseñanzas de mis mayores, de
administrarme a la antigua usanza, he aprendido a hacer encaje de bolillos.
Procuro ajustar
mi presupuesto para ir cubriendo las necesidades más básicas, y si llega, lo
gasto en partidas prescindibles y menos necesarias, que aportan un mayor nivel
en la calidad de vida de mi familia.
No soy amiga de
gastar lo que no tengo, a base de créditos o préstamos, aunque he recurrido a
hipotecas o alguna otra ayuda bancaria, como la mayoría de los mortales. Pero
dentro de un orden. No me he dejado embaucar por charlatanes a la hora de
endeudarme, y he calculado mis posibilidades y mis limitaciones en cada caso
concreto.
Nunca he perdido
el contacto con la realidad: tengo que devolver lo que me han prestado, en las
condiciones en las que me he comprometido y en los plazos establecidos. Y si he
albergado dudas sobre mi capacidad para cumplir escrupulosamente lo pactado, he
rechazado la alternativa. Conozco gente en mi entorno que ha vivido por encima
de sus posibilidades, en la absoluta creencia de merecer todos los privilegios
imaginables, y con la suficiente ignorancia y ceguera para perder de vista el
horizonte de los compromisos adquiridos.
En casa he tenido
siempre la máxima de no tirar al tuntún, si se puede reciclar, no desperdiciar
agua o comida, no gastar electricidad sin control, no ablandarme ante caprichos
injustificados de mis hijos, ni míos, por supuesto. Y trabajar duro,
esforzándome, en casa y en el trabajo. No como penitencia para alcanzar el
cielo eterno, sino como filosofía de vida.
Detesto a las
personas que hacen gala de una actitud pusilánime frente a sus obligaciones,
argumentando toda una colección de justificaciones sobre su pasividad, su
indolencia, o su pereza enfermiza en un gran número de ocasiones. A los que
esconden su irresponsabilidad tras un falso certificado médico, que es su
pasaporte para tumbarse como gato panza arriba, riéndose hipócritamente de la
gracia. Total, -deben pensar- nadie es imprescindible, y además todo el mundo
lo hace… Pues yo no lo he hecho en mi vida, ni creo que vaya a hacerlo en los
años de trayectoria profesional que me restan.
Ahora que nuestro
estado del bienestar camina inseguro sobre la cuerda floja es cuando muchos se
dan cuenta que no todo el monte es orégano. Que vivir en los mundos de Yupi no
era más que un sueño, del que hemos despertado zarandeados. Pero dar marcha
atrás es ya imposible. Las crueles circunstancias actuales han cogido el látigo
para azuzarnos en nuestros comportamientos pueriles, estallándolo en nuestra
espalda para que trabajemos más, mejor, muchas más horas, mucho más barato y
con menos vacaciones, que ya hemos vagueado más de la cuenta y hemos
despilfarrado lo nuestro y lo ajeno. En estos momentos nos las van a dar todas
del mismo lado: pin-pan, pin-pan, pin-pan.
Aunque yo pienso que
toda la culpa no es nuestra. Hemos sido marionetas en manos de los poderosos, y
a partir de ahora vamos a ser los esclavos de los que están en lo alto de la
pirámide social. No les voy a poner nombres porque todos los sabemos –o los
sospechamos- pero tengo meridianamente claro que ha surgido una nueva
estructura social a raíz de la crisis, creada no por casualidad, sino a
propósito, en la que la clase media pasa a ser
la clase esclava en el Nuevo Orden Mundial. Tenemos el dudoso honor de
ser los esclavos del s. XXI.
Y dando gracias, porque nos dejarán vivir,
aunque de mala manera. A los desgraciados del Tercer Mundo los exterminarán sin
miramientos, con epidemias, hambrunas, o conflictos armados orquestados
concienzudamente, ya que consumen recursos y no aportan nada práctico a la
humanidad. Hay que planificar minuciosamente el crecimiento de la población
mundial, en número y en calidad de raza, mejorándola a ser posible, a base de
ingeniería genética, para que nada se les escape de las manos, para que todo
esté bajo su control.
Los mayas nos legaron
sus famosas profecías, vaticinando un
calendario con fecha de caducidad: 21 de diciembre de 2.012, tal vez no pensando
en un fin del mundo apocalíptico, aunque la situación no pinta bien en cuanto a
catástrofes naturales (¿naturales?), pero sí en un cambio radical de
conciencias en lo más profundo del género humano.
No sé qué será de
mí ni de mi familia de aquí a unos meses, y no niego mi vértigo ante las
inquietantes situaciones que se están encadenando día tras día. Pero mi
filosofía de vida sigue intacta y firme: cumplir con lo que creo que son mis
obligaciones, y tratar de disfrutar el momento presente como la única apuesta
segura, porque el futuro no ha confirmado aún su presencia.
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