Ciertamente,
el arte es subjetivo, pero en ocasiones pienso que hemos tocado techo
normalizando lo absurdo. No hace mucho, una portada del New York Post levantó
un gran revuelo. En una galería de arte contemporáneo de Miami se exponía una
obra que fue vendida por la nada desdeñable cifra de 120.000 dólares. Hasta ahí
todo podría parecer normal, si no fuera porque el artista se limitó a pegar una
banana en la pared con un trozo de cinta aislante de color plateado. Hubo
problemas con la seguridad debido a las largas colas que se formaron para
visitar la muestra artística. Para más inri, un hombre se acercó, arrancó el
adhesivo y se comió el plátano con gusto. En ese momento, ya habían adquirido
–y pagado- la “obra” tres personas… Pero se argumenta que la inversión de los
compradores era por el “concepto”. Glup. La banana puede sustituirse, dicen…
Hay
antecedentes para este caso: “La fuente”, de Duchamp, un simple urinario de
porcelana presentado en New York a principios del siglo XX, ponía de manifiesto,
de forma irónica, la inutilidad del arte.
De
igual manera, el polémico artista conceptual Piero Manzoni expuso, en el año
1961, su “Mierda de artista”, que no era otra cosa que una lata de conservas en
cuyo interior se guardaban excrementos del autor, según reza en su etiqueta. Y
la vendió a precio de oro, literalmente. Su fama fue internacional desde
entonces.
Todo
este sinsentido me trae a la memoria el clásico cuento “El traje nuevo del
emperador”, de Andersen. El miedo a parecer incultos, retrógrados o faltos de
criterio hace caer a más de uno en el ridículo más vergonzante. Yo quiero ser
hoy el niño de ese cuento, que se atrevió a decir en medio de una multitud
manipulada, con su natural inocencia: “Pero, ¡si el emperador va desnudo…!”.
Pues eso.
Publicado en "Cartas a la Directora" del diario HOY el martes 24 de diciembre de 2019.
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