El tiempo, inclemente en su
transcurrir, ha comenzado a asaetear el placentero ánimo veraniego con flechas
envenenadas de mortíferas dosis de la rutina que se nos avecina. Llega el
momento de recoger nuestro arrugado vestido de años y empezar a cubrir nuestra
piel bronceada con el uniforme de las obligaciones.
Comienza un nuevo curso para
docentes y escolares, que nos regalará más jornadas gratificantes que días
aciagos, aunque algunos se presenten duros. A fin de cuentas, no conviene
arredrarse, porque el calendario irá encajando cada instante de nuestra vida a
modo de teselas en un mosaico; y si nos lo proponemos, será una obra hermosa.
Reconozco que soy una
privilegiada: tengo la suerte de poder impregnarme de la frescura de los niños
en mi día a día. Puede llegar a ser agotador, pero me insufla ilusión y
vitalidad a espuertas.
Los niños, en manos de los
adultos, son la materia prima de una bella escultura a la que hay que dar
forma. Y esa es una delicada tarea. Honestamente, opino que los maestros ponen
de su parte lo que está en sus manos, y quiero pensar que los padres también.
Pero, en ese proceso de modelado interfiere, a veces, un martillo o un cincel
en malas condiciones que, involuntariamente, puedan dar algún mal golpe.
Está claro que los padres
queremos lo mejor para nuestros hijos. Y, en ese obcecado objetivo, podemos
sembrar en algunos niños la semilla de complejos o inferioridades que hagan
mella en su autoestima, sobre todo si se les compara. Decía Albert Einstein:
“Todos somos genios. Pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar a los
árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil”.
Cada niño tiene su talento, y
nuestra loable misión es ayudarle a encontrarlo. No siendo mejor que su
hermano, que su amigo o que su compañero de pupitre: sencillamente, siendo él
mejor cada día, enseñándole a perseverar, acompañándole en su camino.
Y los adultos, enfermos con
frecuencia de prejuicios, no debemos inculcárselos a ellos, sea cual sea la
incipiente vocación que manifiesten. Me viene a la memoria el reciente caso del
nieto de Lady Di, cuando trascendió a la luz pública su afición por la danza, y
en un desafortunado programa de televisión ridiculizaron su asistencia a esa
actividad, por el simple hecho de ser varón. Seguramente a otro niño, sin la
negativa influencia de esos adultos, no le habría chocado que el príncipe
practicase ballet, incluso le habría parecido divertido.
Pero cuando los niños llegan a la
escuela aleccionados por los mayores de su entorno, es cuando surgen conflictos
y la crueldad, a su libre albedrío, va tatuando etiquetas que hieren
profundamente el alma de los más vulnerables.
En mi centro se formó un “Equipo
de convivencia” que trata de paliar, en la medida de lo posible, esta
discriminación de la que algunos alumnos son objeto por parte de otros
compañeros, por razón de sus diferentes gustos a la hora de pasar el periodo de
recreo. Ofertamos un amplio abanico de actividades alternativas, para que todos
los talentos tengan su sitio, que no siempre es jugar al fútbol o pertenecer al
coro.
En una sociedad competitiva, como
la que nos ha tocado vivir, tendemos a empujar a nuestros niños a ser los
mejores deportistas, a tener las mejores notas, olvidando que lo más importante
es que crezcan felices, cuanto más felices, mejor; y que se sientan queridos
tal y como son, por descontado.
No sabemos qué nos deparará el
destino, qué les deparará a ellos. No puedo evitar un nudo en la garganta
cuando me acuerdo de Xana, y de tantos otros antes que ella, que no han
dispuesto de vida suficiente para cumplir sus sueños. Un dolor indescriptible
para unos padres que seguro que no podrán cerrar esa herida en lo que les reste
de existencia, aunque tengan que levantarse cada mañana para sacar adelante al
resto de sus hijos.
Volver a empezar. Una y otra vez
entramos en bucle y siempre hay que hacer acopio de la suficiente valentía,
terminado un ciclo, para volver a empezar.
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