Cuando era veinteañera y
treintañera, allá por el Pleistoceno, mi credulidad no osaba poner en duda la
transparencia y la honestidad de nuestros gobernantes, que generosamente
dedicaban su tiempo y sus esfuerzos a la consecución del bienestar de los
ciudadanos, por encima de su propio beneficio. Por aquel entonces mi interés
político ocupaba una minúscula porción de mis preocupaciones diarias, más
absorbidas por la crianza de una descendencia numerosa, procurando no morir en
el intento.
A medida que he pasado página de aquellos capítulos trepidantes de
mi vida, otros frentes han acaparado mi atención, y el panorama político se ha
ganado su sitio, y no es para menos. Los protagonistas suelen ser malabaristas
de la palabra, adquieren la habilidad de manipular las conciencias y enmascarar
los hechos, haciéndote ver una realidad virtual más propia del mismísimo
Matrix.
No quiero aburrir a los lectores con una larga lista de corruptos y
defraudadores que, pillados con las manos en la masa, tienen la desfachatez de
argumentar “esto no es lo que parece”, por muy evidente que sea incluso para
los jueces.
De aquí para atrás me he comido mentiras de todos los sabores (dulces,
picantes, sabrosonas…). Incluso puedo afirmar que me supieron muy ricas, hasta
que empezaron a hacerme la pascua en el estómago. Llegados a ese punto no hay
vuelta atrás, solo queda digerirlas con dolores casi de parto. Pero tantos
retortijones sufridos me han enseñado la lección: las mentiras ya no me las
trago a las primeras de cambio. Se acerca el verano y yo me he puesto a dieta.
A dieta de mentiras en el otoño de mi vida.
Publicado en "Cartas a la Directora" del diario HOY el sábado 2 de junio de 2018.
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