El
otoño se había instalado por fin en las noches y en las madrugadas, porque la
hora del aperitivo todavía seguía llenando de gente los veladores de las
terrazas por toda la geografía, para desgracia de los agricultores, que veían
con desesperanza cómo sus cosechas se echaban irremediablemente a perder.
Cuando se acercaba el comienzo de cada jornada escolar, los accesos a los
colegios se colapsaban con vehículos en los que, con cara de sueño y recién
peinados, los niños se resignaban a pasar varias horas en el recinto colegial,
sin haber salido aún de la niebla de sus cálidos sueños.
Los
minutos estaban calculados para evitar imprevistos, y las rutinas mañaneras
calcadas de un día para otro. Las señales eran inequívocas en caso de
alteración horaria: cinco minutos de retraso suponía colapsos de tráfico en
puntos del recorrido, o no encontrar alguno de los aparcamientos habituales, ya
ocupados por conductores más tempraneros.
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Nunca
antes las había visto. Su aparición surgió al comenzar el curso, tras las
vacaciones estivales. Pero ya desde la primera semana, me llamaba la atención
la figura de estas dos mujeres, caminando una junto a otra por el sendero de
tierra que serpentea paralelo a la carretera, y que hay que pasar desde las
urbanizaciones de las afueras hasta el bullicio de la ciudad. Desde el coche
las observo a diario con curiosidad, mientras ellas, cabizbajas, aprietan el
paso ajenas a los pasajeros de los coches que pasan a su lado.
Una
de ellas, la más alta, lleva su pelo blanco recogido en un moño bajo. La otra,
de pelo oscuro y melena corta, apenas sujeta un lado del flequillo con una
sencilla horquilla. La de pelo blanco porta, colgada del brazo, una bolsa de
compra reciclable vacía; la más baja, siempre va con un bolso colgado en
bandolera. Ambas con pantalón largo, y ahora, que las temperaturas se han
normalizado con la estación otoñal, con un chaquetón de abrigo. La mujer del
moño, vestida de color beige claro; la de melena suelta, de marrón oscuro.
Algunos días la bolsa reciclable se torna en carrito de la compra con ruedas.
Cada
mañana, a las 8:30, distingo su silueta desde lejos. Si consigo salir de casa
cinco minutos antes, las adelanto al principio del camino. Si, en cambio, me
retraso cinco minutos, ya van llegando al primer paso de peatones. Caminan en
silencio y con paso ligero, a pesar de su avanzada edad. Pero ignoro dónde se
dirigen cada día, con puntualidad germánica, y el misterio crece de la mano de
mi creciente intriga.
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A
pesar del cansancio acumulado durante toda la semana, el viernes decidí que el
sábado me levantaría a la misma hora que los días laborables, con la intención
de averiguar si las dos enigmáticas mujeres que veo en el camino cada mañana
mantienen su costumbre de pasear durante el fin de semana y, sobre todo, hacia
dónde dirigen sus pasos. Pensé, incluso, que si salía de casa un poco antes,
podría verlas salir de su domicilio, y así dejar de fantasear que son figuras
fantasmagóricas que surgen de la nada para materializarse justo cuando yo paso
a su lado.
Cuando
el despertador me sobresaltó, tuve que superar un momento de debilidad,
atrapada en la caricia del edredón, convenciéndome a mí misma de la importancia
de resolver el misterio de las madrugadoras senderistas de la tercera edad, que
estaba afectándome de tal manera que empezaba a ser preocupante.
Al
ser día de descanso escolar, la calle permanecía dormida a esa hora. No
circulaban coches, no se oían mochilas rodando por las aceras, y aproveché para
conducir muy despacito, atenta a ambos lados de la calzada, por si las divisaba
saliendo de alguna urbanización. Nada. Cuando el camino arrancó del descampado
tras las últimas viviendas, vi desde la carretera a un muchacho paseando
relajadamente un pastor alemán. Seguí avanzando, y ya empezaba a maldecir mi
descabellado plan, cuando reconocí su figura a lo lejos. Como cada día desde
que comenzó el curso, caminaban con diligencia, una junto a la otra, con su
uniformado atuendo, su impecable peinado, su bolsa de la compra una y su bolso en
bandolera la otra, y un aspecto no exento de cierta clase y elegancia, y de
interrogantes, por descontado.
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Pensé
adelantarlas y alcanzar antes que ellas las primeras casas tras el camino,
aparcar y esperar que llegaran, para seguirlas disimuladamente. Cuando estuve a
su altura, me quedé mirándolas sin que ellas hicieran la más mínima intención
por dejar de mirar al suelo que iban pisando. Me distraje hasta tal punto, que
invadí el carril izquierdo tomando una curva, y merecí un agresivo pitazo del
coche que se cruzaba conmigo en ese punto de la carretera.
Cuando
volví a tomar conciencia del volante, reparé que un operario de obra estaba
desviando el tráfico por una callejuela que, desgraciadamente, me haría perder
de vista a mis inquietantes mujeres, después del madrugón que me había supuesto
mi estudiado plan.
Efectivamente.
Después del rodeo, aparqué bastante alejada de la ubicación prevista, y aligeré
el paso hasta la vía donde aquel operario truncó mis planes. Ni rastro de
ellas, misión abortada. Pero, lejos de disuadirme de mi propósito, me juré que
probaría suerte de nuevo a la mañana siguiente. Estaba casi segura que
repetirían su rutina como si no fuera domingo, día de descanso para el común de
los mortales, pero esa máxima no iba con tan particulares personajes.
Se
me hizo duro atender al timbre del despertador; de hecho, lo apagué de un
porrazo y tardé unos minutos en restregarme los ojos y despegarme de las
sábanas. Ya no me daba tiempo de tomar un café, tendría que posponer el
desayuno hasta conseguir mi objetivo. Saqué el coche del garaje, y cuando lo
arranqué, me apareció en pantalla: “Riesgo de helada”. Desde luego, en pocos
días las temperaturas mínimas habían caído en picado, aunque en las horas
centrales era agradable la caricia de un sol que se había afincado en puertas
ya del invierno, condenando al ostracismo cualquier atisbo de precipitación,
que más que nunca era necesaria después de batir cualquier récord de sequía del
pasado.
Ya
en camino, bostezando mientras ponía la calefacción en marcha, me preguntaba
si, por fin, resolvería esta mañana todas mis dudas.
Sonaba
un tema pegadizo en la radio, pero mis cinco sentidos los tenía a pleno
rendimiento tratando de distinguir esas dos figuras que tan familiares –e
intrigantes- habían llegado a parecerme. Lo importante era la puntualidad, ya
había corroborado que la de ellas era inamovible, de hecho se habían convertido
en mi referencia para comprobar cada mañana si cumplía mi horario de costumbre,
llevaba retraso o arañaba algunos minutos extras. Por eso centré mi mirada en
el reloj del coche solo un segundo, y cuando levanté la vista me las encontré
en medio de la carretera, mirándome de frente con un gesto absolutamente inexpresivo.
No supe reaccionar, y di un volantazo que me sacó del asfalto y me hizo
deslizar descontroladamente por una fina capa de hielo. Solo pude instintivamente
taparme la cara levantando mis brazos, y escuchar un frenazo seguido de un
golpe seco contra un obstáculo férreo. La oscuridad y el silencio me
envolvieron con un grueso manto.
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En
la esquina inferior derecha de la portada del diario regional del lunes destacaba
una noticia: “Accidente mortal en la carretera de La Banasta, que conecta Las
Vaguadas con la ciudad, ayer a las 8:30 h. La posible causa del siniestro
podría haber sido una fatal distracción de la conductora, unido a la existencia
de placas de hielo en el asfalto a primera hora de la mañana. El vehículo salió
de la vía y acabó impactando contra un poste de la luz, con el balance de una
mujer joven muerta. La policía está investigando los hechos sobre distintas
hipótesis. No hubo testigos presenciales”.
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