Agosto es tiempo de Perseidas,
que cruzan juguetonas los cielos de noches cálidas, para unos iluminando sus
miedos, para otros señalando el camino de sus sueños.
Agosto es tiempo de maquillar de
tonos dorados los rostros aceitunados que ilustran hojas del calendario menos
festivas, de sombrear el blanco inmaculado que ha estado escondido bajo nuestra
ropa de abrigo.
Es andar con los pies descalzos
por la arena blanca de la playa, o sorteando los espumados ribetes de las olas.
Es recorrer ese laguito que las mareas, caprichosas, se empeñan en instalar en
su cansino vaivén, paraíso de pequeños y tranquilidad para los adultos que les
vigilan durante sus juegos. Es cruzarte con el niño que se afana en construir
castillos que duran lo que una noticia de rabiosa actualidad en la memoria
colectiva, cuando la siguiente asalta los informativos. Con parejas que juegan
a las palas, aunque tienen los días contados, porque ya multan hasta por
estornudar. Con cuerpos “diez” tumbados sobre bonitas toallas, con hambre de
sol como si no hubiera un mañana. Con familias numerosas bajo un sembrado de
sombrillas en torno a una mesa, en la que lucen sin pudor rojas sandías junto a
litronas de cerveza y tortilla de patatas. Cruzarte con vendedores ambulantes
que, inmunes al desaliento, llevan sus dedos cargados de perchas de las que
cuelgan vestidos playeros de mil colores, o pulseras y relojes para todos los
gustos, y su alma cargada de esperanza. Con carretillas que surfean la playa,
empujadas por voceros que van ofreciendo bebidas frescas, chucherías o
melocotones de Calanda. Y en las largas tardes de estío, te cruzarás con el
carrito decorado en rojo y blanco de “El Pampi”, ofreciendo sus apetecibles
dulces para merendar; o el sempiterno culturista, llevando un cenacho en cada
brazo hipermusculado, gritando aquello de: “Bolinhas de Portugal, con crema y
sin crema, con chocolate…”, con todo un séquito de chiquillos detrás haciéndole
los coros.
Agosto huele a sardinas, a
choquitos, a gambas blancas, a tinto de verano, a arroz de marisco en el
chiringuito “Leiva”, a pan recién sacado del horno del “Bollo Loco”, a mojitos
del “Wilson”, a churros del quiosco, a pizzas de “La Yema de Oro”. Suena a
ritmos latinos en nuestros oídos y en nuestros pies. Suena a renglones y
páginas de libros devorados en silencios vespertinos compartidos hasta que el
sol se despide por el horizonte. Se siente en la caricia gélida del agua salada
en cada inmersión, en el pelo recién salido de la ducha, en el suave tacto de
una piel bien hidratada, en el roce casual de dos cuerpos en traje de baño.
Es también agosto el repartidor
de butano, que se hace fan temporal de los clásicos, y anuncia su demandada presencia
con las notas de “Para Elisa”, inundando las calles con la melodía de
Beethoven.
Agosto es el momento de perder el
tiempo a pierna suelta, de castigar al ostracismo la madrugadora alarma que nos
mortifica el resto del año, de castigar las obligaciones con un látigo de
indiferencia, de ignorar las prisas con premeditación y alevosía.
Agosto es tiempo de correr sin
cobardía, sobre asfalto o sobre arena, persiguiendo una meta sin huir de ningún
sacrificio, empujado por una delicada brisa, bajo un cielo brillante y arropado
por un aire limpio de impurezas.
Agosto es tiempo de siesta de
camisón y Ave María, de distendidas charlas en familia, de emplear el
enigmático lenguaje del abanico, de tomar el fresco entre amigos con una copita
por delante, de ver una película en el cine de verano comiendo pipas, de
comprar algún capricho en los puestos del paseo, tomar un rico helado en “Los
Ángeles” y de escuchar el rumor del mar a la luz de una luna argentada.
Agosto tiene muchos nombres
propios, y uno de ellos es La Antilla (Huelva). Pocos atardeceres como los que
se pueden disfrutar desde este rincón del suroeste de la Península Ibérica. Su
mar, su cielo, sus dunas, sus gentes, sus productos gastronómicos, son un
regalo para los visitantes, el refugio perfecto para desconectar de la rutina y
cargarse de energía.
Agosto es tiempo de enamorarse de
la vida, tiempo de fantasear futuros impredecibles.
Ya llegará septiembre preñado de
noches prematuras, de lluvias por sorpresa, de los primeros atascos, de días de
“corre que te corre”.
Agosto: el de las horas muertas,
el de las mareas vivas, el de los amores perecederos, y el de los amores de
toda una vida.
Publicado el jueves 17 de agosto de 2017 como columna de opinión en el diario HOY.
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