Siempre escuché decir a mi suegra
que oír pasar al afilador no traía nada bueno, que suele ser el anuncio de un
mal presagio. Y desde entonces esa musiquilla del chiflo, que forma parte de
mis recuerdos más ancestrales, me produce un inevitable desasosiego. Lo he
escuchado mientras desayunaba, al tiempo que las noticias de la mañana son hoy
monotemáticas: el detestable atentado de Barcelona y su segundo capítulo en
Cambrills. Este afilador va con un día de retraso, o puede que esté augurando
otro desastre inmediato. Me pregunto si se puede vivir dignamente de este
antiguo oficio. Los afiladores de mi niñez iban en bicicleta y en ella montaban
la muela, la piedra que hacían dar vueltas pedaleando a piñón fijo, de espaldas
al manillar, provocando un agudo chirrido y un espectáculo de chispas. Hoy en
día, los afiladores pululan por las calles en una furgoneta, y anuncian su
presencia con altavoces; pero la melodía, que se cuela inmisericorde en cada
pliegue de mis reminiscencias infantiles, sigue siendo la misma. “Se afilan
hachas, cuchillos, machetes, navajas y todo tipo de herramientas que tenga en
mal estado”, vocea el afilador. Ojalá el mensaje pudiera trocarse por: “Se
afilan conciencias, corazones, sensibilidades, sentimientos y toda clase de
valores que tenga en mal estado”. Habría que solicitar cita previa para evitar
aglomeraciones.
Publicado en 'Cartas al Director' del diario HOY el martes 22 de agosto de 2017.
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