Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

viernes, 18 de agosto de 2017

El afilador



Siempre escuché decir a mi suegra que oír pasar al afilador no traía nada bueno, que suele ser el anuncio de un mal presagio. Y desde entonces esa musiquilla del chiflo, que forma parte de mis recuerdos más ancestrales, me produce un inevitable desasosiego. Lo he escuchado mientras desayunaba, al tiempo que las noticias de la mañana son hoy monotemáticas: el detestable atentado de Barcelona y su segundo capítulo en Cambrills. Este afilador va con un día de retraso, o puede que esté augurando otro desastre inmediato. Me pregunto si se puede vivir dignamente de este antiguo oficio. Los afiladores de mi niñez iban en bicicleta y en ella montaban la muela, la piedra que hacían dar vueltas pedaleando a piñón fijo, de espaldas al manillar, provocando un agudo chirrido y un espectáculo de chispas. Hoy en día, los afiladores pululan por las calles en una furgoneta, y anuncian su presencia con altavoces; pero la melodía, que se cuela inmisericorde en cada pliegue de mis reminiscencias infantiles, sigue siendo la misma. “Se afilan hachas, cuchillos, machetes, navajas y todo tipo de herramientas que tenga en mal estado”, vocea el afilador. Ojalá el mensaje pudiera trocarse por: “Se afilan conciencias, corazones, sensibilidades, sentimientos y toda clase de valores que tenga en mal estado”. Habría que solicitar cita previa para evitar aglomeraciones.








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