Este nuevo relato, recién salido de mi teclado, está escrito pensando en un muchacho que existe en realidad, aunque los hechos finales son de mi invención. Me hubiese gustado alargar un poco más la historia, pero últimamente estoy sobrecargada de atribuciones y paso por todos los asuntos a tres menos cuartillo, que dicen en mi pueblo.
No digo más, solo espero que dejéis vuestro comentario en el blog si os gusta ( y si no os gusta, también acepto críticas negativas, ya me encargo yo de positivizarlas y sacarles partido...)
La sonrisa
Allí
estaba, con su sonrisa perenne, mirando a los ojos con insolencia, pero
siempre, hiciera frío o calor, con una sonrisa dibujada en la cara. Saludaba
con alegría, restándole importancia a las circunstancias, a todo el que pasaba
por delante de su puesto de control, y pronunciaba una frase aprendida con
alfileres, en un tono amable y con una exquisita educación.
No
sabría acertar con su edad, porque la luz que irradiaba su mirada bien podría
corresponderse con los años de un
adolescente, pero había un halo de tristeza en su gesto que le hacía parecer
mayor, y que en mí despertaba una enternecedora protección, una fascinante atracción que nada tenía que
ver con sexo, sino más bien con un fuerte instinto maternal. Su actitud no
podía considerarse intimidatoria, yo la calificaría incluso de seductora. Desde que lo divisaba, mientras cerraba el
coche recién aparcado en la acera, justo delante de la entrada, iba especulando
a qué distancia cruzaríamos las miradas e intercambiaríamos un susurrante y
tímido saludo, que en ocasiones se reducía a un pequeño movimiento de cabeza. A medida que me acercaba, notaba cómo me
subían las pulsaciones y se me aceleraba el paso, como si quisiera pasar desapercibida
ante su indiferencia, cubierta por una capa mágica de invisibilidad, que me
permitiera observarlo sin recato, recorriendo sin prisas los angulosos caminos
de sus facciones. Al pasar delante de él, buscaba deliberadamente mi contacto
visual, seguramente como a todos, y me soltaba el saludo como una plegaria. Yo
le contestaba educadamente, como a alguien a quien se le respeta y reverencia
con subordinación y timidez, y entraba en el establecimiento con la extraña
sensación de que me estaría esperando como un sumiso pretendiente a mi salida.
En
verano se ubicaba a la sombra de la fachada, para evitar achicharrarse con este
sol nuestro de justicia, y en invierno se frotaba las manos desnudas y las
calentaba con su propio aliento, humo blanco emborronando el gélido ambiente de
la calle, en un gesto de pura supervivencia. Mientras llenaba mi cesta de la
compra, pensaba qué podría comprarle que le fuera de necesidad, pero me
asaltaba la duda de meter la pata, y descartaba la idea. Una vez pasaba por
caja, preparaba una moneda en la mano, para no tener que parar a rebuscarme
para dársela a la salida, y siempre me contestaba algo como: “gracias, guapa,
que tengas un buen día”, con un
particular acento, al tiempo que me obsequiaba con la más cautivadora de sus
sonrisas.
Me
hubiera gustado armarme de valor para invitarle a sentarse en mi mesa en
Nochebuena, en un alarde de samaritanismo, pero inmediatamente se disipaba mi
impulso solidario entre consideraciones absurdas y aburguesadas, socorrido
mecanismo de defensa para cobardes como yo, incapaces de romper esquemas
prefabricados y saltar por encima de convencionalismos familiares y sociales.
Me
intrigaba su procedencia. Muy dura debió ser su existencia anterior, cuando la
alternativa consistía en confiar sus días y sus noches a la caridad ajena, en
una tierra ajena, con un idioma ajeno, con unas tradiciones ajenas, pero con
una miseria propia, tan personal como intransferible. Preguntábame para mis
adentros cuál sería el color de sus sueños y sobre qué cama o sucedáneo de
lecho reposaban sus huesos en las largas noches de añoranza de su tierra, de
sus paisajes, de su cielo, de su gente.
Siempre
le vi solo, sentado sobre una caja, y no lucía a su lado ningún cartel que
removiera las conciencias, pero su frágil estampa daba idea de su arraigada
vulnerabilidad. Ocupaba la salida trasera del supermercado, ya que en la
entrada principal se ubicaba una señora bien entrada en carnes, que por
veteranía ejercía la mendicidad en el lugar más privilegiado. A diferencia de
ella, él nunca seguía a los clientes para pedir con machacona insistencia la
moneda del carro de la compra, aguardaba con paciente esperanza la limosna con
la única persuasión de su mirada suplicante y su sonrisa agradecida. Sus
modales denotaban una exquisita educación, su tono de voz, sus gestos, su
austera pero correcta indumentaria, incluso su corte de pelo o su rostro
imberbe. Nada que destacara de forma desagradable o sucia en su imagen externa.
Era muy delgado, pero no parecía desnutrido. Y, desde luego, yo le miraba con
buenos ojos, tal vez por su biensonante: “gracias, guapa, que tengas un buen
día”, quizás por su frágil estampa, o podría ser su omnipresente y dulce
sonrisa, que despachaba sin escatimársela a nadie en las traseras de aquel
supermercado de barrio.
Desde
que falta de su puesto, nada en mis rutinas es igual, ni siquiera parecido. Nadie
me mira con actitud seductora al entrar, ni espera sumisamente mi moneda al
salir. Nadie me sonríe ni me habla con ese forzado acento. Nadie suscita en mi
interior ese impulso de buena samaritana, ni exacerba mi curiosidad por conocer
detalles de su anterior vida personal.
Leí
en las noticias que las mafias que explotaban la mendicidad en la ciudad habían
caído en las redes de la policía. Algunos de los detenidos serían deportados, y
otros ingresarían en cárceles nacionales. Pero me resisto a creer que el joven
de la dulce sonrisa perteneciera a este clan, por mucho que las evidencias o
las coincidencias así lo señalen. Me inclino a pensar que se ha trasladado a
otra zona, o incluso que se ha desplazado a otra ciudad con más perspectivas
para progresar. Fantaseo con la posibilidad de que una buena persona le haya
dado trabajo y haya resuelto sus papeleos para congraciarse con las leyes, y le
imagino la cara de felicidad camino de su empleo, después de descansar toda la
noche en un modesto colchón, pero con sábanas limpias y bajo un techo.
La
prisa no es buena consejera, pero se empeña en acompañarme cada minuto de mi
rutinaria existencia, empujando mis pies a cada paso que doy. Llegué al
supermercado, después del trabajo, con idea de comprar el pan para la comida y
alguna otra adquisición de emergencia, casi sin reparar en las estanterías,
queriendo robar unos instantes al dios Cronos sin que se percatase de mi
desesperado hurto. Aún tuve que hacer cola en la caja, que a esa hora punta
serpenteaba a lo largo del pasillo. Pagué con tarjeta, firmé y recogí el ticket
sin revisarlo como tengo por costumbre. Bajé las escalerillas a toda marcha, y
salí a la calle poniéndome las gafas de sol, mientras organizaba mentalmente
cada tarea para llevar a cabo en cuanto entrara en casa. Para empezar, ¿dónde
habré aparcado el coche, que nunca lo recuerdo…? Todos en casa tienen las
tardes perfectamente planificadas, y soy yo la que coordina la hora de la
comida para facilitar el camino a los demás miembros de la familia. Tan absorta
iba en mis pensamientos domésticos, que irrumpí en la calzada sin mirar
siquiera. Solo recuerdo que alguien me empujó y caí al suelo. La cesta saltó
por los aires, la barra de pan se partió al chocar contra el asfalto, y pude
oír un fuerte frenazo, una bocina y un grito de aviso. Después perdí el
contacto con la realidad, y dejé de tener prisa. Disfrutaba de un sol de
primavera, mientras me balanceaba en un columpio, al ritmo de una alegre canción
infantil, que cada vez sonaba más lejos, más lejos, más lejos…
Alguien
me hablaba, mientras me acariciaba la cara, pero yo no podía abrir los ojos,
solo escuchaba murmullo de gente a mi alrededor, cuando aún se movía mi
columpio. Traté de incorporarme, hasta quedarme sentada con la ayuda de unos
brazos fuertes. Cuando logré abrir los ojos, lo primero que me encontré fue una
mirada limpia y expectante, y después una sonrisa inundó mis recuperados
sentidos. Había muchas personas preguntándome si estaba bien, si me había roto
algún hueso, si sentía mareos, si llamaban a una ambulancia, y otras
recuperaban mis pertenencias desparramadas por el suelo y las metían en la
bolsa de la compra. Cuando pude ponerme de pie, algo aturdida, escuchaba: “te
ha salvado la vida”, “este muchacho ha sido muy valiente arriesgando su pellejo
por salvarla a usted de un atropello que hubiera resultado fatal”, “se le ha
cruzado a usted un ángel de la guarda”…
Acompañó
mis pasos hasta la puerta de mi coche. Ya sentada en el asiento, me preguntó,
con su peculiar acento: “¿estás segura que estás bien, tú puedes conducir?”, a
lo que contesté con un sincero “gracias”, que me valió por una nueva sonrisa,
ésta iluminada por un indescriptible brillo en los ojos. Saqué un billete de mi
cartera y se lo guardé en la palma de su mano, cerrándosela con las mías. Sin
dar la menor importancia al incidente, dio un paso atrás cuando sonó la llave
de contacto, y me despidió como siempre: “gracias, guapa, que tengas un buen
día”.
¡Que tengáis un buen día...!
Gracias por regalarnos este relato, guapa, que tengas un buen día. Saludos desde El Terrao.
ResponderEliminarMi enhorabuena de nuevo para vosotros, los "urbanitas del Terrao", por ese merecido premio a vuestro blog. Un beso desde Maribelandia.
ResponderEliminarMaribel, pásate por este enlace a nuestro blog EL TERRAO-Dos urbanitas en el campo y recoge el premio que hemos concedido a ti y a tu blog.
ResponderEliminarhttp://elterrao-dosurbanitasenelcampo.blogspot.com.es/2013/03/premiads-one-lovely-blog-award.html
Esperamos que te guste.
Enhorabuena por tu blog!!!
Besos desde EL TERRAO.
Muchísimas gracias por este premio. "Agradecida y emocionada, solamente puedo decir: ¡gracias por venir...!" Un abrazote para los urbanitas del Terrao. Saludos desde Maribelandia.
ResponderEliminarEste relato ha sido seleccionado, premiado y publicado por el Excmo. Ayuntamiento de Badajoz en la antología "El Vuelo de la Palabra. El cuento en Extremadura en 2015". Hacer clic en el siguiente enlace para ver la noticia.
ResponderEliminarhttp://maribelandia.blogspot.com.es/2015/05/vuelo-de-la-palabra-2015.html
Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
ResponderEliminarMi enhorabuena, te lo mereces por completo.
Besos,
tRamos
Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
ResponderEliminarMi enhorabuena, te lo mereces por completo.
Besos,
tRamos
Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
ResponderEliminarMi enhorabuena, te lo mereces por completo.
Besos,
tRamos
Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
ResponderEliminarMi enhorabuena, te lo mereces por completo.
Besos,
tRamos
Muchísimas gracias, TRamos Romero, por tu cariñoso comentario. Un abrazo.
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