Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

jueves, 15 de abril de 2021

La mochila

 

                                    

Empiezo a escribir estas líneas como medida terapéutica, como desahogo que me impida hundirme en un mar de desánimo.

Ha empezado a pesarme de manera insoportable la mochila que cargo desde hace treinta y ocho años y medio. Son muchos calendarios con días tachados de obligado cumplimiento.

He tenido la inmensa fortuna de ejercer la profesión que elegí, que me ha dado tantas satisfacciones y tantas alegrías y que, por si fuera poco, me ha permitido sacar adelante a mi familia con dignidad.

Si hubiera preparado y aprobado oposiciones, ya estaría jubilada hace once meses. Pero el caprichoso destino me ubicó en la casa en la que pasé muchos años de mi infancia y adolescencia; en la que crecieron mis emociones y mis curvas; en la que me enseñaron modales, valores y principios que han regido mi vida; en la que acogieron y educaron más tarde a mis hijos; y en la que me he sentido siempre miembro de una gran familia.

No cambiaría mi historia por ninguna otra, porque he sido feliz, soy feliz. Pero siento que debo dejar paso a nuevas generaciones que inyecten entusiasmo a su alrededor; que aporten ideas novedosas y proyectos ambiciosos; que sepan sacar el máximo provecho de cada avance tecnológico.

Eso, que parece lógico a simple vista, me está vetado por prestar mis servicios en un centro concertado. En la enseñanza pública se lleva a cabo el relevo generacional a los sesenta años, pero yo debo continuar hasta los sesenta y cinco como una campeona. Es cierto que mis compañeros de la pública, que gozan de su retiro antes que yo, aprobaron unas oposiciones; pero también es cierto que su retribución ha sido muy superior a la mía desde el primer mes de trabajo. La dedicación a los alumnos y el calendario laboral son exactamente iguales a efectos prácticos.

La excepcional circunstancia de la pandemia acentúa, sin duda, mi agotamiento y mi sensación de estar exhausta, al límite de mis fuerzas. Aun así, debo seguir, no tengo otra opción.

Lo haré por cada niño que espera de mí aprender un poco de cada materia y un mucho de cada palabra o gesto que les dedique; porque los abrazos, tan esenciales en la relación afectiva con nuestros alumnos, no están permitidos. Lo que me queda claro es que yo no puedo esperar de mis gestores ni una pizca de misericordia por mis huesos desgastados.

Et allium aqua.

 


 

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