Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Érase una vez...

    
     Érase una vez una mujer que, después de unas reconfortantes vacaciones en la costa, se reincorporó al trabajo, entregada a una profesión por la que sentía una profunda vocación. Gozaba de buena salud, entrada ya en la cuarentena, de buena presencia, de una envidiable familia numerosa, de una desahogada situación económica y de una pareja con la que compartía su vida desde antes de cumplir los 20.

     La báscula delataba sin reproches los días sin reloj, los ratos de ocio, las comidas relajadas, y las cervezas heladas con sus correspondientes tapitas, confesando sin tapujos los 56 kilos de felicidad.

     Pero septiembre arrastró con las hojas del otoño la sonrisa permanente de su rostro. Trajo consigo verdades escondidas y punzantes, que enterraron su satisfacción y comenzaron a expoliar su masa corporal, dejándola reducida a escombros orgánicos. El otoño masacró su apacible vida, y redujo su figura rebosante de esplendor y de ignorancia a un saco de huesos que alcanzó los 44 kilos en el mes de enero.

     Han pasado ocho años, y la mujer sortea con maestría la cincuentena. La báscula, siempre sincera, le dibuja de nuevo la cifra de antaño, por vez primera desde entonces. Pero la mujer tiene fe en la estación de la caída de las hojas, en que los vendavales no arrastren ni un ápice de la energía acumulada en el verano, ni un solo kilo de su anatomía. Que el invierno congele los malos augurios y no enfríe las pasiones rescatadas.
   

      Y colorín, colorado, el cuento de la mujer se ha terminado.

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