Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Bizcocho de leche condensada





A pesar de ciertos problemas logísticos en mi cocina, esta tarde he hecho un bizcocho de leche condensada que ha salido rico, rico.

Ingredientes:

- 3 huevos
- un bote pequeño de leche condensada
- una medida de harina con el bote
- medio bote de aceite (yo he usado aceite de oliva virgen extra de mi pueblo, Santa Marta de los Barros -Badajoz- que es el que siempre tengo en mi casa, de una excepcional categoría. Os lo recomiendo) 
- un sobre de levadura
- la ralladura de un limón

Se vierte la masa en una fuente untada de mantequilla.

Horno precalentado a 200 grados, y una vez que meto el bizcocho dejo que caliente solo por debajo. Ha tardado unos 20 minutos, pero cada cual conoce su horno y ajusta los tiempos.

Espero que sea de vuestro agrado. 



He vuelto a verlo






Hacía tiempo que no custodiaba la puerta trasera del supermercado que frecuento. A decir verdad, le echaba de menos. Pero hoy estaba allí, sentado sobre una caja, y me saludó con la misma expresión amable de siempre. Sonríe con la boca, pero también con la mirada. Sentí la tentación de confesarle que es el protagonista de uno de mis cuentos, pero inmediatamente me sentí ridícula, temerosa de que no entendiera lo que quería decirle. Solo le contesté devolviéndole mi tímida sonrisa y le dejé una moneda al salir, que agradeció con su natural encanto. Aquí os reproduzco el cuento que escribí inspirándome en él.

 

                       La sonrisa



Allí estaba, con su sonrisa perenne, mirando a los ojos con insolencia, pero siempre, hiciera frío o calor, con una sonrisa dibujada en la cara. Saludaba con alegría, restándole importancia a las circunstancias, a todo el que pasaba por delante de su puesto de control, y pronunciaba una frase aprendida con alfileres, en un tono amable y con una exquisita educación. 

No sabría acertar con su edad, porque la luz que irradiaba su mirada bien podría corresponderse con  los años de un adolescente, pero había un halo de tristeza en su gesto que le hacía parecer mayor, y que en mí despertaba una enternecedora protección,  una fascinante atracción que nada tenía que ver con sexo, sino más bien con un fuerte instinto maternal. Su actitud no podía considerarse intimidatoria, yo la calificaría incluso de seductora.  Desde que lo divisaba, mientras cerraba el coche recién aparcado en la acera, justo delante de la entrada, iba especulando a qué distancia cruzaríamos las miradas e intercambiaríamos un susurrante y tímido saludo, que en ocasiones se reducía a un pequeño movimiento de cabeza.  A medida que me acercaba, notaba cómo me subían las pulsaciones y se me aceleraba el paso, como si quisiera pasar desapercibida ante su indiferencia, cubierta por una capa mágica de invisibilidad, que me permitiera observarlo sin recato, recorriendo sin prisas los angulosos caminos de sus facciones. Al pasar delante de él, buscaba deliberadamente mi contacto visual, seguramente como a todos, y me soltaba el saludo como una plegaria. Yo le contestaba educadamente, como a alguien a quien se le respeta y reverencia con subordinación y timidez, y entraba en el establecimiento con la extraña sensación de que me estaría esperando como un sumiso pretendiente a mi salida. 

En verano se ubicaba a la sombra de la fachada, para evitar achicharrarse con este sol nuestro de justicia, y en invierno se frotaba las manos desnudas y las calentaba con su propio aliento, humo blanco emborronando el gélido ambiente de la calle, en un gesto de pura supervivencia. Mientras llenaba mi cesta de la compra, pensaba qué podría comprarle que le fuera de necesidad, pero me asaltaba la duda de meter la pata, y descartaba la idea. Una vez pasaba por caja, preparaba una moneda en la mano, para no tener que parar a rebuscarme para dársela a la salida, y siempre me contestaba algo como: “gracias, guapa, que tengas un buen día”,  con un particular acento, al tiempo que me obsequiaba con la más cautivadora de sus sonrisas. 

Me hubiera gustado armarme de valor para invitarle a sentarse en mi mesa en Nochebuena, en un alarde de samaritanismo, pero inmediatamente se disipaba mi impulso solidario entre consideraciones absurdas y aburguesadas, socorrido mecanismo de defensa para cobardes como yo, incapaces de romper esquemas prefabricados y saltar por encima de convencionalismos familiares y sociales. 

Me intrigaba su procedencia. Muy dura debió ser su existencia anterior, cuando la alternativa consistía en confiar sus días y sus noches a la caridad ajena, en una tierra ajena, con un idioma ajeno, con unas tradiciones ajenas, pero con una miseria propia, tan personal como intransferible. Preguntábame para mis adentros cuál sería el color de sus sueños y sobre qué cama o sucedáneo de lecho reposaban sus huesos en las largas noches de añoranza de su tierra, de sus paisajes, de su cielo, de su gente.

Siempre le vi solo, sentado sobre una caja, y no lucía a su lado ningún cartel que removiera las conciencias, pero su frágil estampa daba idea de su arraigada vulnerabilidad. Ocupaba la salida trasera del supermercado, ya que en la entrada principal se ubicaba una señora bien entrada en carnes, que por veteranía ejercía la mendicidad en el lugar más privilegiado. A diferencia de ella, él nunca seguía a los clientes para pedir con machacona insistencia la moneda del carro de la compra, aguardaba con paciente esperanza la limosna con la única persuasión de su mirada suplicante y su sonrisa agradecida. Sus modales denotaban una exquisita educación, su tono de voz, sus gestos, su austera pero correcta indumentaria, incluso su corte de pelo o su rostro imberbe. Nada que destacara de forma desagradable o sucia en su imagen externa. Era muy delgado, pero no parecía desnutrido. Y, desde luego, yo le miraba con buenos ojos, tal vez por su biensonante: “gracias, guapa, que tengas un buen día”, quizás por su frágil estampa, o podría ser su omnipresente y dulce sonrisa, que despachaba sin escatimársela a nadie en las traseras de aquel supermercado de barrio. 

Desde que falta de su puesto, nada en mis rutinas es igual, ni siquiera parecido. Nadie me mira con actitud seductora al entrar, ni espera sumisamente mi moneda al salir. Nadie me sonríe ni me habla con ese forzado acento. Nadie suscita en mi interior ese impulso de buena samaritana, ni exacerba mi curiosidad por conocer detalles de su anterior vida personal.

Leí en las noticias que las mafias que explotaban la mendicidad en la ciudad habían caído en las redes de la policía. Algunos de los detenidos serían deportados, y otros ingresarían en cárceles nacionales. Pero me resisto a creer que el joven de la dulce sonrisa perteneciera a este clan, por mucho que las evidencias o las coincidencias así lo señalen. Me inclino a pensar que se ha trasladado a otra zona, o incluso que se ha desplazado a otra ciudad con más perspectivas para progresar. Fantaseo con la posibilidad de que una buena persona le haya dado trabajo y haya resuelto sus papeleos para congraciarse con las leyes, y le imagino la cara de felicidad camino de su empleo, después de descansar toda la noche en un modesto colchón, pero con sábanas limpias y bajo un techo. 

La prisa no es buena consejera, pero se empeña en acompañarme cada minuto de mi rutinaria existencia, empujando mis pies a cada paso que doy. Llegué al supermercado, después del trabajo, con idea de comprar el pan para la comida y alguna otra adquisición de emergencia, casi sin reparar en las estanterías, queriendo robar unos instantes al dios Cronos sin que se percatase de mi desesperado hurto. Aún tuve que hacer cola en la caja, que a esa hora punta serpenteaba a lo largo del pasillo. Pagué con tarjeta, firmé y recogí el ticket sin revisarlo como tengo por costumbre. Bajé las escalerillas a toda marcha, y salí a la calle poniéndome las gafas de sol, mientras organizaba mentalmente cada tarea para llevar a cabo en cuanto entrara en casa. Para empezar, ¿dónde habré aparcado el coche, que nunca lo recuerdo…? Todos en casa tienen las tardes perfectamente planificadas, y soy yo la que coordina la hora de la comida para facilitar el camino a los demás miembros de la familia. Tan absorta iba en mis pensamientos domésticos, que irrumpí en la calzada sin mirar siquiera. Solo recuerdo que alguien me empujó y caí al suelo. La cesta saltó por los aires, la barra de pan se partió al chocar contra el asfalto, y pude oír un fuerte frenazo, una bocina y un grito de aviso. Después perdí el contacto con la realidad, y dejé de tener prisa. Disfrutaba de un sol de primavera, mientras me balanceaba en un columpio, al ritmo de una alegre canción infantil, que cada vez sonaba más lejos, más lejos, más lejos…

Alguien me hablaba, mientras me acariciaba la cara, pero yo no podía abrir los ojos, solo escuchaba murmullo de gente a mi alrededor, cuando aún se movía mi columpio. Traté de incorporarme, hasta quedarme sentada con la ayuda de unos brazos fuertes. Cuando logré abrir los ojos, lo primero que me encontré fue una mirada limpia y expectante, y después una sonrisa inundó mis recuperados sentidos. Había muchas personas preguntándome si estaba bien, si me había roto algún hueso, si sentía mareos, si llamaban a una ambulancia, y otras recuperaban mis pertenencias desparramadas por el suelo y las metían en la bolsa de la compra. Cuando pude ponerme de pie, algo aturdida, escuchaba: “te ha salvado la vida”, “este muchacho ha sido muy valiente arriesgando su pellejo por salvarla a usted de un atropello que hubiera resultado fatal”, “se le ha cruzado a usted un ángel de la guarda”…  

Acompañó mis pasos hasta la puerta de mi coche. Ya sentada en el asiento, me preguntó, con su peculiar acento: “¿estás segura que estás bien, tú puedes conducir?”, a lo que contesté con un sincero “gracias”, que me valió por una nueva sonrisa, ésta iluminada por un indescriptible brillo en los ojos. Saqué un billete de mi cartera y se lo guardé en la palma de su mano, cerrándosela con las mías. Sin dar la menor importancia al incidente, dio un paso atrás cuando sonó la llave de contacto, y me despidió como siempre: “gracias, guapa, que tengas un buen día”.   


                                   ¡Que tengáis un buen día...!

lunes, 28 de diciembre de 2015

S. Silvestre pacense 2015


Me encanta esta desenfadada carrera popular en la que participan casi 3.000 corredores, porque la Plaza Alta de Badajoz es un hervidero de gente con ganas de divertirse, haciendo deporte de paso. 


El tiempo casi primaveral ha colaborado más si cabe al éxito de participación. La carrera tiene un recorrido de algo más de 5 kms. Lo más duro es el tramo final, una cuesta que rompe literalmente las piernas. Me propuse un reto de lo más básico: llegar a la meta y no pararme en todo el recorrido. Misión cumplida. No sé con exactitud el tiempo que he tardado, pero sí puedo afirmar que he llegado entre los 2.500 primeros corredores, jijiji...



Coincidí con muchos conocidos y antiguos alumnos. El ganador absoluto volvió a ser Jonathan, como el año pasado, que hace 3 años está en un Centro de Alto Rendimiento, preparando el europeo, el mundial y las próximas Olimpiadas. Me siento muy orgullosa de él, que desde pequeño mostró su gran talento para el atletismo.




Me hice una foto con mi compañero de trabajo Fernando, que también es antiguo alumno.



Y con Mane, por supuesto, que estuvo allí apoyándome moralmente, y evitando que perdiera tiempo en aparcar...



Le estoy cogiendo el gustillo a correr, y eso que dicen por ahí que es de cobardes... La próxima será dentro de un mes: la Vuelta al Baluarte. Tendré que entrenar un poco, que son 7.100 metros, y eso ya son palabras mayores para una señora de mi edad...


Estrella de hojaldre





Fácil, rápida y resultona. Solo hay que seguir el proceso que se ve en las fotos. Masa de hojaldre y Nutella, el horno a 200 grados, mirando hasta que esté doradita. Yo le puse huevo por encima, está mal repartido porque no tenía pincel, pero ese inconveniente no afectó para nada el resultado.



Que la disfrutéis como la hemos disfrutado en mi casa. Está para chuparse los dedos.

                                            ¡BYE!



miércoles, 23 de diciembre de 2015

Sayonara, baby



Espero que el 2015 no termine matándonos, como Terminator a T1000 en la segunda entrega de la película, justo después de esta ya famosa despedida con marcado acento japonés. Este duro año no nos ha ahogado de milagro, pero nos ha apretado el cuello hasta dejarnos cianóticos. No me va a dar ninguna pena condenarlo al ostracismo y al olvido cuando suenen las campanadas en la Puerta del Sol. Pondré la alfombra roja al 2016, y rezaré para no tener que dar la razón al dicho “cualquier tiempo pasado fue mejor”. 



Porque mi esperanza de que vendrán tiempos mejores está intacta después de tantas tempestades. Hemos tocado fondo para tomar impulso en la ascensión, y conseguiremos sacar la cabeza del agua para tomar aire, confiemos en ello, por muy difícil que nos lo pongan. Estoy indignada, cansada, decepcionada, enfadada con este insufrible año que caduca, y lo despido para no verlo nunca más. No me han gustado sus emponzoñadas historias, sus podridos personajes “made in Spain”, sus cifras del paro, su pobreza energética, sus conatos de desmembramiento, sus trágicos acontecimientos dentro y fuera del territorio patrio. Como cantaban Los Amaya a ritmo de rumba: “vete, me has hecho daño, vete…”  



               Sayonara, baby. Continuará…

jueves, 17 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad



                         Cuento de Navidad

Silbó el estallido del látigo a su espalda, y supo que había llegado el momento de ser feliz. Más que una sonrisa, su cara dibujó una mueca. Danzaron sus pies sin alzarse siquiera del suelo, con monótonos movimientos, como si de un autómata se tratara. Se escuchaban a lo lejos campanas de fiesta y ruidosos cascabeles. Podían distinguirse brillos en las calles y reinaba en el ambiente un insolidario olor a perfume caro y a marisco prohibitivo, que enmascaraba el hedor a miseria. Casi no podía con sus preciadas pertenencias, una carga de cartones y cachivaches, remetidos en desgastadas bolsas de plástico que lucían en letras rojas “¡Feliz Navidad!”. Apenas tenía tiempo de revisar los suculentos contenedores que encontraba en su camino. Aquella era la milla de oro  en su penoso peregrinaje urbano. La felicidad seguía dándole empujones a golpe de látigo, pero de sobra sabía que le esperaban días de dudosa alegría. Su soledad era una más entre aquella anónima multitud. Se quedó absorto mirando un cartel pegado a la pared, en el que posaba un señor con cara de buena persona, con un slogan que rezaba: “Trabajamos por tu bienestar”. El colorín vamos a obviarlo.