ABRAZOS SIN CITA.
Soy una menopáusica de 51 años, casada desde los 24, madre a los 26, a los 27 y a los 31. La 3ª de 4 hermanos, siendo mis dos hermanos mayores, niño y niña, mucho más mayores que yo, y el menor un varón. En casa he sido tratada siempre como la chica, y a día de hoy, aún tengo esa extraña sensación de seguridad que da estar arropada por toda la familia, diría que todavía tengo que dar explicaciones o pedir permiso, y si no me respaldan me siento desprotegida.
Está claro que me moriré de vieja con ese pensamiento. El destino te tatúa sellos desde que naces, y su tinta es permanente, sobrevive al jabón y al tiempo.
Lo mejor de estar casada no es la vida sexual: son los abrazos sin cita cuando estás algo deprimida, triste por algún acontecimiento, preocupada por lo que se avecina, cansada de jornadas interminables o acongojada por atravesar una difícil situación. A menudo los practico, interrumpiendo cualquier actividad que esté llevando a cabo en ese momento: en la cocina, en el baño, en el comedor…
Como entre la estatura de mi marido y la mía hay una diferencia de 30 centímetros, recurrimos la mayor parte de las veces a algún escalón de casa. Ese abrazo tierno, aunque desencadene cierta tensión sexual pendiente de resolver posteriormente, es para mí el descanso del guerrero, me inyecta la energía necesaria para continuar la tarea que tenga entre manos. Es lo más parecido a los abrazos que mi madre me propinaba sentada sobre sus piernas, hasta bien mayor.
Y me hace sentir bien. Abrazos sin cita, a cualquier hora del día o de la noche. Los recomiendo, para épocas de crisis y de bonanza.
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