Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

jueves, 11 de septiembre de 2025

II - DEL CORO AL CAÑO - II

 

  

Hace unos años saltaron a los medios de comunicación varios casos de intoxicación por estramonio, planta venenosa muy extendida, de desagradable olor, con consecuencias fatales en algunos de ellos.

Se tiene constancia que esta planta, que crece en huertas recién labradas o poco cuidadas, así como en escombros o en graveras, era usada por los griegos en las fiestas en honor al dios Dionisio, llamadas después por los romanos “Bacanales”.

No acierto a explicarme qué lleva a algunas personas a querer experimentar nuevas sensaciones, aún a costa de correr riesgos para su salud. Esta planta es altamente tóxica, pudiendo causar la muerte en hombres y animales.

Seguramente, esos imprudentes jóvenes que sufrieron los efectos del estramonio, desconocían que disponen en su organismo de mecanismos naturales que funcionan como opiáceos. Me refiero a unas pequeñas proteínas llamadas endorfinas, que se liberan por algo tan saludable como la práctica del ejercicio físico, entre otros motivos. Las endorfinas inyectan motivación; aumentan nuestra  energía; nos embargan de alegría y optimismo; son capaces de minimizar el dolor; nos producen sensación de bienestar y exaltan nuestra gratitud y nuestras ganas de vivir. También contamos con otros neurotransmisores en nuestro cuerpo serrano para sentirnos bien,  verbigracia la dopamina,   que es la hormona esencial en los mecanismos de placer. No nos hace falta más que imaginar algo placentero para que esta bendita se desparrame a pierna suelta.  Así que es bueno que haya mucho de imaginación en nuestra percepción del mundo, si queremos ser felices.

Para Françoise Sagan “la felicidad consiste en gozar de buena salud, dormir sin miedo y despertarse sin angustia”.

Es indudable que la felicidad hay que buscarla en lo más profundo de nosotros mismos, no en factores externos. Parece fácil, pero en la práctica, el que más y el que menos, sabe que es cuando menos complicado. Para conseguirla debemos reencarnarnos en Juan Sin Miedo y, para que nos dure, hemos de añadirle un grado de compromiso. Para ser feliz hay que tener mala memoria y buena salud, casi nada. Hay que aprender siempre, mejorar todo lo que nos sea posible, aunque lleguemos a reconocer así la inmensidad de nuestra ignorancia. Pero más importante aún es olvidar, entendido como “borrar” lo innecesario de nuestro disco duro, y esa es una labor ingente que ejecuta solamente la fase REM de los sueños.

En cuanto a salud, leí una definición muy optimista y poética, dada en un congreso de médicos y biólogos, que la consideraban “una forma de vida autónoma, solidaria y gozosa”. Algo a lo que aspiramos la mayoría, sobre todo los que tenemos una cierta edad, más cercana a la tercera (con sus excursiones en otoño y primavera, su universidad de mayores y sus soluciones a las pérdidas leves), que a la adolescencia (con su acné, sus alborotos hormonales y su misterioso e incierto viaje por la encrucijada del futuro). 

A mí me hace feliz escribir, aunque me vaya del coro al caño. Me concedo así la posibilidad de expulsar mis demonios con cuentagotas, a fin de evitar un traumático exorcismo. Cuando leo en la prensa un artículo eminentemente literario, prescindo transitoriamente de juicio crítico para poder admirarlo sin más, aprender algún término inusual en mi léxico, deleitarme con un buen circunloquio o fascinarme con una descripción sobresaliente. No soy una frígida literaria, me complazco con todo. Ya filtraré lo innecesario cuando el cúmulo rebosante de información lo reclame.

Desde que empecé a escribir lo hacía con la conciencia y el deseo de ser leída y buscaba modelos de los que pudiera aprender, autores consagrados de cuyo estilo pudiera beneficiarme. Tiempo después me di cuenta que es incluso más productivo contar con seguidores, porque ejercen como un espejo que te ayuda a corregirte y te dan el aliento para seguir caminando por la vereda de las palabras. Los modelos no pueden interactuar contigo -algunos de los míos ya pasaron a mejor vida-  mientras los lectores permiten establecer un diálogo altamente enriquecedor, necesario para crecer en el apasionante mundo de las letras. Procuro, eso sí, imprimir a mis pequeños proyectos grandes dosis de emoción, de principio a fin. Y no preocuparme o estresarme con pensamientos negativos, que puedan minimizar mi felicidad. Disfruto  tanto o más  mientras  espero conseguir un logro que en el momento de alcanzarlo.  El éxito  siempre es  fugaz y escurridizo, y no siempre llega.

Para poder escuchar mis pensamientos me gusta acompañarme de soledad. No siempre puedo caminar con ella de la mano, porque mis obligaciones personales me lo impiden o desaconsejan. Pero la necesito periódicamente, está en los primeros puestos de mi ránking de favoritos. El rugido del motor de un coche cruzando la calle, el llanto de un niño en la ventana de enfrente, una sirena rompiendo el silencio de una oscura noche, o un manojo de llaves violando la cerradura de un vecino, me dan la medida de mi transitoria soledad, buscada, asumida y disfrutada.

     Y mientras yo desvarío con el hervidero de ideas que campan a sus anchas por mi cabeza loca, nos acercamos al final de un verano infernal que ha asolado con sus incendios miles de hectáreas de suelo patrio; un verano en el que los preocupantes y numerosos conflictos internacionales me ponen los pelos de punta; un verano en el que se han roto los esquemas de mi concepción sobre la Justicia; un verano en el que se han enmarañado reivindicaciones políticas y sociales con celebraciones deportivas; un verano que siembra de incertidumbre el otoño que se avecina, con toda seguridad calentito también en las altas esferas.

Y, como los humanos tendemos a ver lo que esperamos ver, yo veo en mi imaginación que la “luna de sangre” que pudimos observar hace unos días, lejos de interpretarse como una señal amenazadora o apocalíptica, es un signo de renovación y de esperanza. Y, también, que la IA va a ser nuestra cómplice y aliada, más que una enemiga, para resolver las dificultades que se nos presenten a partir de ahora. De ilusiones también se vive. ¡Qué gusto este chute de dopamina!

Me despido ya, creo que mi reciente jubilación está empezando a afectar seriamente a mis añosas neuronas.

 


 


 


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