Del coro al caño.
Han saltado en los últimos días a los medios de comunicación varios casos de intoxicación por estramonio, planta venenosa muy extendida, de desagradable olor, con consecuencias fatales en algunos de ellos. No acierto a explicarme qué lleva a algunas personas a querer experimentar nuevas sensaciones, aún a costa de correr riesgos para su salud.
Seguramente estos imprudentes jóvenes que han sufrido los efectos del estramonio desconocen que disponen en su organismo de mecanismos naturales que funcionan como opiáceos. Me refiero a unas pequeñas proteínas llamadas endorfinas, que se liberan por algo tan saludable como la práctica del ejercicio físico, entre otros motivos. Las endorfinas inyectan motivación, aumentan nuestra energía, nos embargan de alegría y optimismo, son capaces de minimizar el dolor, nos producen sensación de bienestar, y exaltan nuestra gratitud y nuestras ganas de vivir. También contamos con otros neurotransmisores en nuestro cuerpo serrano para sentirnos bien, verbigracia la dopamina, que es la hormona esencial en los mecanismos de placer. No nos hace falta más que imaginar algo placentero para que esta bendita se desparrame a pierna suelta. Así que es bueno que haya mucho de imaginación en nuestra percepción del mundo, si queremos ser felices.
La felicidad hay que buscarla en lo más profundo de nosotros mismos, no en factores externos. Parece fácil, pero en la práctica, el que más y el que menos, sabe que es cuando menos complicado. Para conseguirla debemos reencarnarnos en Juan Sin Miedo, y para que nos dure, hemos de añadirle un grado de compromiso. Para ser feliz hay que tener mala memoria y buena salud, casi nada. Hay que aprender siempre, mejorar todo lo que nos sea posible, aunque lleguemos a reconocer así la inmensidad de nuestra ignorancia. Pero más importante aún es olvidar, entendido como “borrar” lo innecesario de nuestro disco duro, y esa es una labor ingente que ejecuta solamente la fase REM de los sueños. Y en cuanto a salud, leí una definición muy optimista y poética, dada en un congreso de médicos y biólogos, que la consideraban “una forma de vida autónoma, solidaria y gozosa”. Algo a lo que aspiramos la mayoría, sobre todo los que tenemos una cierta edad, más cercana a la tercera, con sus excursiones en otoño y primavera, su universidad de mayores, y sus soluciones a las pérdidas leves, que a la adolescencia, con su acné, sus alborotos hormonales y su misterioso e incierto viaje por la encrucijada del futuro.
A mí me hace feliz escribir, aunque me vaya del coro al caño. Me concedo así la posibilidad de expulsar mis demonios con cuentagotas, a fin de evitar un traumático exorcismo. Cuando leo en la prensa un artículo eminentemente literario, prescindo transitoriamente de juicio crítico para poder admirarlo sin más, aprender algún término inusual en mi léxico, deleitarme con un buen circunloquio, o fascinarme con una descripción sobresaliente. No soy una frígida literaria, me complazco con todo. Ya filtraré lo innecesario cuando el cúmulo rebosante de información lo reclame.
Desde que empecé a escribir, lo hacía con la conciencia y el deseo de ser leída, y buscaba modelos de los que pudiera aprender, autores consagrados de cuyo estilo pudiera beneficiarme. Tiempo después me di cuenta que es incluso más productivo contar con seguidores, porque ejercen como un espejo que te ayuda a corregirte y te dan el aliento para seguir caminando por la vereda de las palabras. Los modelos no pueden interactuar contigo -algunos de los míos ya pasaron a mejor vida- mientras los lectores permiten establecer un diálogo altamente enriquecedor, necesario para crecer en el mundo de las letras. Procuro, eso sí, imprimir a mis pequeños proyectos grandes dosis de emoción, de principio a fin. Y no preocuparme o estresarme con pensamientos negativos, que puedan minimizar mi felicidad. Disfruto tanto o más mientras espero conseguir un logro que en el momento de alcanzarlo. El éxito siempre es fugaz y escurridizo, y no siempre llega.
Para poder escuchar mis pensamientos me gusta acompañarme de soledad. No siempre puedo caminar con ella de la mano, porque mis obligaciones personales me lo impiden o desaconsejan. Pero la necesito periódicamente, está en los primeros puestos de mi ranking de favoritos. El rugido del motor de un coche cruzando la calle, el llanto de un niño en la ventana de enfrente, una sirena rompiendo el silencio de una oscura noche, o un manojo de llaves violando la cerradura de un vecino, me dan la medida de mi transitoria soledad, buscada, asumida y disfrutada.
Y mientras yo desvarío con el hervidero de ideas que campan a sus anchas por mi cabeza loca, los aliados hacen caja en la capital francesa con las miserias libias, hincando el diente a un suculento pastel de oro negro, los políticos de casa se aclimatan a sus nuevas perspectivas electorales, nuestras estrellas del balón exhiben lo peor de su perfil, y el curso académico promete empezar calentito por la zona centro.
Y como los humanos solo vemos lo que esperamos ver, yo veo, en mi imaginación, a la de Alba, vestida de V. & L., al encuentro de su Alfonso.
El "veranillo de los membrillos" y la vuelta al trabajo me están afectando seriamente a las neuronas...
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