Aborrezco a las personas que hablan con pedantería y suficiencia, y me fascinan las que se expresan con sencillez y sabiduría, con humildad y convicción. Sería fantástico disponer de una capa de invisibilidad que me permitiera colarme en el meollo de una reunión de talentosos pensadores y escritores. Me cuidaría escrupulosamente de no inmiscuirme en sus trascendentales asuntos, y permanecería muda e inmóvil en los arrabales de sus disensiones dialécticas, a cambio de una exigua porción de su talento literario.
Quiero aprenderlo todo sobre este noble y digno oficio, y mi actitud es la de una esponja: absorber todo lo aprovechable para mejorar mi precaria técnica.
Me colmaría de satisfacción y me haría inmensamente feliz escribir una historia aceptablemente correcta en la forma e interesante en su contenido, esquivando con maestría estilos folletinescos y bodrios indigeribles e insustanciales.
Dijo Machado que “se hace camino al andar”, y en ello ando.
Detrás de un reconocido talento se esconde, sin lugar a dudas, un indiscutible trabajo de fondo. Las aptitudes deben acompañarse de una voluntad de hierro y sostenerlas con una constancia perseverante. El trabajo sistemático, el esfuerzo, el sacrificio y la búsqueda de la perfección son las claves del progreso que rara vez disfrutan indolentes o pusilánimes. Y yo no tengo carnet en ese club.
En la tribu literaria a la que me gustaría pertenecer aflora, en más ocasiones de las deseadas, un instinto tribal de destrucción del probable contrincante, que enrarece el ambiente y ensombrece el brillo de las palabras. Yo reniego de esos rituales bélicos, me conformo con asumir el papel de mera espectadora a cambio de aprender el lenguaje que entre líderes intercambian.
Afortunadamente, la envidia no forma parte de mi listado de sentimientos negativos. Y tampoco pienso arredrarme ante los prepotentes que opinan con malentendido orgullo que “crecen los nuevos narradores como una excrecencia de la literatura a la velocidad de una progresión geométrica”, para seguidamente afirmar que no hay nada como la levitación del ego.
Por si acaso, yo ya me he apuntado a una academia de pilotos de alfombras voladoras, para levitar sobre seguro. Desde las nubes se accede a una inmejorable perspectiva aérea, dónde va a parar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario