Reina en la tarde una inquietante calma. El cálido sol arropa los cantos de los pájaros, como único fondo musical en esta hora somnolienta de la digestión. Escondida tras una columna del porche, cuya sombra me previene de los perjuicios de los rayos ultravioleta, abro las páginas de "La voz dormida" con la impaciencia de un corazón enamorado.
Se me hace imposible dar veracidad a los horrores de la guerra en este instante de plácida soledad, en el marco de una tarde de sábado, de un final de febrero que juega con el termómetro a saltar grados centígrados.
Reza el dicho que "tras la tempestad llega la calma". Me pregunto qué nos espera más allá de la calma, y mis respuestas, que no quisiera oír, son poco halagüeñas. Solo deseo paz para poder seguir caminando sin miedo a los malhechores que están al acecho. Paz, casi nada. En este mundo convulso, contrariado, desmoralizado, asustado en el que vivimos, que se ha convertido en una jungla plagada de predadores, dispuestos a matar o a morir. "Homo homini lupus", el hombre es un lobo para el hombre.
Sueño con un mundo en el que tengan cabida todas las personas de bien, las que no invaden la libertad del prójimo, ni pretenden atacarlo o someterlo. Las que regalan sonrisas a cambio de nada y están dispuestas a compartir recursos.
Las que opinan que las penas compartidas son medias penas y las alegrías compartidas el doble.
En esta tarde egoísta pienso en mí. Pero hasta dudo que existo.
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